Pedro Sánchez es, sin duda, un político de resistencia. Lo ha demostrado una y otra vez: desde la moción de censura en 2018 hasta su reciente reelección en 2023, tras unas elecciones en las que todos lo daban por amortizado. Ha sobrevivido a Ferraz, a una pandemia, a la fractura de la izquierda y a una derecha que hace tiempo cruzó la línea de la deslegitimación institucional. Y, sin embargo, uno no puede evitar preguntarse: ¿cuánto de esa resistencia se ha traducido realmente en transformación?
El problema del actual Gobierno no es tanto lo que ha hecho —que es mucho, en medio de un Congreso fracturado y una oposición hostil— sino lo que no ha logrado hacer, o lo que ha hecho a medias. El precio de esa gobernabilidad basada en equilibrios precarios ha sido una política que muchas veces parece más defensiva que ambiciosa.
El pacto con ERC, Bildu y otras fuerzas nacionalistas ha sido necesario. Sin ellos, no habría investidura, ni presupuestos, ni avances sociales. Pero el coste de esos pactos no es solo simbólico —como repite la derecha— sino estratégico: la necesidad constante de contentar a todos acaba desdibujando un proyecto político claro. La amnistía, por ejemplo, puede tener sentido en términos de desinflamación del conflicto catalán, pero no ha venido acompañada de una narrativa coherente que explique hacia dónde vamos como país. ¿Es un cierre de etapa o una cesión permanente?
La coalición con Sumar —antes con Unidas Podemos— tampoco ha sido sencilla. Y no solo por cuestiones ideológicas, sino por un problema de diseño. El Gobierno de Sánchez ha operado más como una suma de compartimentos estancos que como un equipo cohesionado. Las disputas internas han sido públicas y reiteradas. La ley del “solo sí es sí” fue un punto de inflexión no solo legislativo, sino político: mostró los límites de un feminismo institucionalizado sin capacidad de rectificación rápida y, al mismo tiempo, una debilidad del PSOE para liderar con claridad debates sociales complejos.
En el ámbito económico, el balance no es menor. España ha liderado el crecimiento en la zona euro, el paro ha bajado, los fondos europeos están en marcha. Pero debajo de los grandes datos, la realidad cotidiana no ha mejorado de forma equivalente. La vivienda sigue siendo un drama, especialmente para los jóvenes; los precios han hecho retroceder el poder adquisitivo de las clases medias y bajas; y los servicios públicos están deteriorándose de forma alarmante en muchas autonomías, sin que el Gobierno central parezca tener margen o voluntad para intervenir con contundencia.
Gobernar en minoría exige pragmatismo. Pero el exceso de pragmatismo también desgasta. Y, en ocasiones, la sensación es que el sanchismo ha hecho del equilibrio un fin en sí mismo. Se comunica más de lo que se concreta. Se resiste más de lo que se transforma. El resultado es un Ejecutivo que ha evitado retrocesos graves, pero que no siempre logra generar entusiasmo. Un Gobierno que frena, más que acelera.
La política española está atrapada entre una derecha atrincherada en el discurso del “todo vale” y una izquierda que, por momentos, parece conformarse con sobrevivir. Pero resistir no es suficiente. Hacen falta certezas, horizontes y, sobre todo, valentía para nombrar los problemas sin rodeos.
Pedro Sánchez ha demostrado que puede durar. Lo que está por ver es si puede dejar un legado transformador. Porque la historia no recuerda a quienes solo se mantuvieron en pie, sino a quienes, además, supieron avanzar.
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