La frase que precede a este artículo forma parte de un conocido panfleto que Jordi Pujol elaboró hace medio siglo. Su objetivo era chafar la llegada del general Franco a Barcelona forzado por las circunstancias.
Pujol había pasado por la cárcel tras liderar una revuelta contra un viejo franquista, Luis de Galinsoga, director de La Vanguardia Española (que así se llamaba el rotativo). Éste, en un arranque de sutileza política, había dicho tras asistir a una misa en catalán que los catalanes eran una “mierda” (sic).
Unas mugrientas declaraciones que levantaron un profundo malestar en ese cuerpo extraño que se conoce como burguesía catalana, lo que explica el viaje posterior del dictador que, como gesto amistoso, devolvió el castillo de Montjuic a Barcelona. Ni que decir tiene que Galinsoga fue destituido y le sucedió Manuel Aznar, el abuelo del expresidente.
Se cuenta que quien mecanografió la octavilla fue su mujer, Marta Ferrusola (hoy una rica y ejemplar empresaria, como todo el mundo sabe). La cita la recoge, a modo de introducción, el periodista Manuel Trallero en un libro* iniciático sobre el saqueo del Palau de la Música, precisamente el epicentro de las primeras revueltas políticas contra el franquismo en Barcelona.
La corrupción se sigue abordando como si se tratara de la suma de comportamientos individuales aislados -esos golfos descarriados que hay en cada casa-, enlugar de relacionarla con la existencia de un entramado institucional que favorece, precisamente, las conductas ilícitas. ¡Es el sistema, estúpidos; es el sistema!, parafraseando la célebre citaEl libro, sin embargo, va mucho más allá. Es el fiel reflejo de una sociedad adormecida ante la corrupción de sus élites (no sólo la intelectual, sino también la económica), que miran hacia otro lado cuando se trata de uno de los nuestros.
El gesto complaciente hacia la corrupción no es, sin embargo, patrimonio de la sociedad catalana, sino de buena parte de la sociedad española, donde la corrupción económica se ha visto hasta ahora como consustancial al sistema político (Baleares, Comunidad Valenciana, Galicia, Andalucía…). Ya resulta hasta ocioso recordar cómo el latrocinio público no pasa factura en términos electorales en la mayoría de los casos.
Este statu quo es el que ha triunfado en la vida política española a modo del periodo de la Restauración, pero algo está cambiando a consecuencia de la crisis económica. Lo que antes apenas importaba -al fin y al cabo el país crecía y se creaban puestos de trabajo- ahora no sólo repugna, sino que la frecuencia de los casos de corrupción ha revelado un país lleno de miserias por culpa de una clase política (unos más y otros menos) incapaz de entender el curso de la historia. Y que, en lugar de enfrentarse a los problemas de frente, los esquiva, esperando a que escampe.
De caso a caso
O esperando a que los jueces o la prensa desvelen otro caso de corrupción en la acera de enfrente para tapar sus propias vergüenzas. Y así es como el país pasa del ‘caso de los Eres al caso ITV. Del caso Gürtel al caso Bárcenas. Del caso Marbella al caso Pallerols’ sin que los delitos sirvan de escarnio público. Entre otras cosas porque quienes pagan -las empresas- no sufren casi nunca el consiguiente reproche penal, lo cual es un sinsentido. Ni siquiera administrativo. Muchas empresas -o sus filiales- que han sobornado a empleados públicos siguen haciendo negocios con la propia Administración.
Así es como la corrupción se ha metido en nuestras vidas, aunque probablemente habría que decir que nunca ha salido. Forma parte de nuestra imagen exterior, como el Museo del Prado o Almodóvar, lo cual es una auténtica catástrofe en un país con seis millones de parados que ha visto como en el último año han salido más de 250.000 millones en inversión extranjera. La corrupción cuesta más en términos de prima de riesgo que muchos recortes socialmente injustos.
Hay, en este sentido, un reciente informe de la OCDE en el que pone de relieve las desgracias en la lucha contra la corrupción. Sostiene la OCDE que el nivel de cumplimiento de España respecto de las leyes contra el cohecho internacional -cuando las empresas sobornan a funcionarios extranjeros a cambio de favores- es “extremadamente bajo”. Hasta el punto de que no se ha celebrado ni un solo juicio por este motivo. Aunque no es menos lacerante que en los últimos trece años apenas se hayan realizado siete investigaciones. Ningún cargo público está en la cárcel por meter mano en la caja.
Una auténtica vergüenza que refleja la desidia y hasta la impunidad que rodea a la corrupción. Sólo se descubre una muy pequeña parte de la que en realidad existe, como sostiene alguien que conoce bien los mecanismos de represión del fraude.
Lo curioso del caso es que la corrupción se sigue abordando como si se tratara de la suma de comportamientos individuales aislados -esos golfos descarriados que hay en cada casa-, en lugar de relacionarla con la existencia de un entramado institucional que favorece, precisamente, las conductas ilícitas. ¡Es el sistema, estúpidos; es el sistema!, parafraseando la célebre cita.
Cuando en un país no existe responsabilidad individual de los políticos por el hecho de que éstos se pueden cobijar bajo el manto protector de sus partidos, se llega, necesariamente, a esta situación. Bárcenas nunca hubiera sido senador si tuviera que haber concurrido a unas elecciones con su propio discurso político. Lo mismo que otros muchos corruptos, que siguen en las listas por temor a que canten.
Listas cerradas y corrupción
El sistema de listas cerradas contribuye a ese estado cosas, toda vez que si algún militante honrado pide explicaciones a la dirección por algo que ve o por una sospecha fundada, es probable que haya cavado su tumba política. Nunca más podrá presentarse a unas elecciones. Y así es como surgen las camarillas en los propios partidos políticos, origen de muchas filtraciones interesadas.
No se busca la verdad, sino dañar al adversario político, aunque sea del mismo partido. Y todo lo que rodea al caso Bárcenas en el PP apunta en esa dirección. Lo que se ventila en la calle Génova es quién mandará en el partido. Y la detestable posición de Esperanza Aguirre -que ahora aparece ante la opinión pública como si ella no tuviera nada que ver con el PP- apunta en esa dirección.
Aguirre, aunque ahora en estos le disguste, forma parte de eso que ahora critica. Es parte del problema, no de la solución. Aguirre es la que ha amamantado durante años a muchos dirigentes de su partido sin oficio ni beneficio (origen del caso Gürtel) que han hecho toda su carrera profesional en el PP. Es un sarcasmo que quiera aparecer ahora como la renovación dentro del PP. Es el pasado.
Lo que se ventila en la calle Génova es quién mandará en el partido. Y la detestable posición de Esperanza Aguirre -que ahora aparece ante la opinión pública como si ella no tuviera nada que ver con el PP- apunta en esa dirección.
Aguirre, aunque ahora le disguste, forma parte de eso que ahora critica. Es parte del problema, no de la solución. Las listas cerradas son, obviamente, un incentivo inverso y hasta perverso que degrada la democracia. Máxime cuando todo el sistema institucional -el nombramiento de los jueces o de los altos cargos de la administración y hasta de los chóferes del parque móvil- se canaliza a través de unos omnipotentes partidos políticos que dictan la vida y obra de millones de personas, sin que ellos, en su esencia, funcionen de forma democrática, que es, al fin y al cabo, lo que podría garantizar la objetividad y la imparcialidad en la toma de decisiones. O dicho de forma castiza en célebres palabras de Alfonso Guerra: "el que se mueva no sale en la foto". Imposible resumir mejor en una sola frase el origen de la corrupción.
De manera mucho más inteligente lo describía Dionisio Ridruejo en Escrito en España refiriéndose a la corrupción durante el franquismo. "El hecho de los incompetentes leales", decía, "tuvieran ventaja segura en toda competición sobre los competentes sospechosos (algún día se escribirá la historia de las oposiciones, concursos y provisiones de toda suerte de plazas e incluso de la concesión de toda suerte de negocios en estos años), constituía ya un principio de tan grave inmoralidad que, por fuerza, los benficiarios tendrían que sentirse implicados en ella, quedando ligados por un vínculo turbio, como clientes, a un sistema cuya duración era la garantía de que la injusticia no podría ser revisada en su perjuicio". Como se ve, nada nuevo. Ni mucho menos original.
Los partidos políticos son hoy cuerpos cerrados -necesariamente endogámicos- que tienden a protegerse ante el exterior tapando sus miserias, lo que explica que cuando algún dirigente roba, la tendencia natural de la dirección sea tratar de amortiguar el golpe para no dañar al conjunto de la organización.
Los propios dirigentes corruptos saben eso, lo que les convierte en extremadamente poderosos porque están seguros de que el partido tenderá a protegerlos para evitar un escándalo mayor. Se hace bueno, de este esta manera, aquello que decía Michels: cada militante de un partido político lleva dentro de su mochila el bastón de mariscal. Unos lo utilizan y otros, no. Y alguno lo hace de forma magistral.
*Música Celestial. Del mal llamado caso Millet o caso Palau. Manuel Trallero. Editorial Debate. 2012.
- ElConfidencial.com
El gesto complaciente hacia la corrupción no es, sin embargo, patrimonio de la sociedad catalana, sino de buena parte de la sociedad española, donde la corrupción económica se ha visto hasta ahora como consustancial al sistema político (Baleares, Comunidad Valenciana, Galicia, Andalucía…). Ya resulta hasta ocioso recordar cómo el latrocinio público no pasa factura en términos electorales en la mayoría de los casos.
Este statu quo es el que ha triunfado en la vida política española a modo del periodo de la Restauración, pero algo está cambiando a consecuencia de la crisis económica. Lo que antes apenas importaba -al fin y al cabo el país crecía y se creaban puestos de trabajo- ahora no sólo repugna, sino que la frecuencia de los casos de corrupción ha revelado un país lleno de miserias por culpa de una clase política (unos más y otros menos) incapaz de entender el curso de la historia. Y que, en lugar de enfrentarse a los problemas de frente, los esquiva, esperando a que escampe.
De caso a caso
O esperando a que los jueces o la prensa desvelen otro caso de corrupción en la acera de enfrente para tapar sus propias vergüenzas. Y así es como el país pasa del ‘caso de los Eres al caso ITV. Del caso Gürtel al caso Bárcenas. Del caso Marbella al caso Pallerols’ sin que los delitos sirvan de escarnio público. Entre otras cosas porque quienes pagan -las empresas- no sufren casi nunca el consiguiente reproche penal, lo cual es un sinsentido. Ni siquiera administrativo. Muchas empresas -o sus filiales- que han sobornado a empleados públicos siguen haciendo negocios con la propia Administración.
Así es como la corrupción se ha metido en nuestras vidas, aunque probablemente habría que decir que nunca ha salido. Forma parte de nuestra imagen exterior, como el Museo del Prado o Almodóvar, lo cual es una auténtica catástrofe en un país con seis millones de parados que ha visto como en el último año han salido más de 250.000 millones en inversión extranjera. La corrupción cuesta más en términos de prima de riesgo que muchos recortes socialmente injustos.
Hay, en este sentido, un reciente informe de la OCDE en el que pone de relieve las desgracias en la lucha contra la corrupción. Sostiene la OCDE que el nivel de cumplimiento de España respecto de las leyes contra el cohecho internacional -cuando las empresas sobornan a funcionarios extranjeros a cambio de favores- es “extremadamente bajo”. Hasta el punto de que no se ha celebrado ni un solo juicio por este motivo. Aunque no es menos lacerante que en los últimos trece años apenas se hayan realizado siete investigaciones. Ningún cargo público está en la cárcel por meter mano en la caja.
Una auténtica vergüenza que refleja la desidia y hasta la impunidad que rodea a la corrupción. Sólo se descubre una muy pequeña parte de la que en realidad existe, como sostiene alguien que conoce bien los mecanismos de represión del fraude.
Lo curioso del caso es que la corrupción se sigue abordando como si se tratara de la suma de comportamientos individuales aislados -esos golfos descarriados que hay en cada casa-, en lugar de relacionarla con la existencia de un entramado institucional que favorece, precisamente, las conductas ilícitas. ¡Es el sistema, estúpidos; es el sistema!, parafraseando la célebre cita.
Cuando en un país no existe responsabilidad individual de los políticos por el hecho de que éstos se pueden cobijar bajo el manto protector de sus partidos, se llega, necesariamente, a esta situación. Bárcenas nunca hubiera sido senador si tuviera que haber concurrido a unas elecciones con su propio discurso político. Lo mismo que otros muchos corruptos, que siguen en las listas por temor a que canten.
Listas cerradas y corrupción
El sistema de listas cerradas contribuye a ese estado cosas, toda vez que si algún militante honrado pide explicaciones a la dirección por algo que ve o por una sospecha fundada, es probable que haya cavado su tumba política. Nunca más podrá presentarse a unas elecciones. Y así es como surgen las camarillas en los propios partidos políticos, origen de muchas filtraciones interesadas.
No se busca la verdad, sino dañar al adversario político, aunque sea del mismo partido. Y todo lo que rodea al caso Bárcenas en el PP apunta en esa dirección. Lo que se ventila en la calle Génova es quién mandará en el partido. Y la detestable posición de Esperanza Aguirre -que ahora aparece ante la opinión pública como si ella no tuviera nada que ver con el PP- apunta en esa dirección.
Aguirre, aunque ahora en estos le disguste, forma parte de eso que ahora critica. Es parte del problema, no de la solución. Aguirre es la que ha amamantado durante años a muchos dirigentes de su partido sin oficio ni beneficio (origen del caso Gürtel) que han hecho toda su carrera profesional en el PP. Es un sarcasmo que quiera aparecer ahora como la renovación dentro del PP. Es el pasado.
Lo que se ventila en la calle Génova es quién mandará en el partido. Y la detestable posición de Esperanza Aguirre -que ahora aparece ante la opinión pública como si ella no tuviera nada que ver con el PP- apunta en esa dirección.
Aguirre, aunque ahora le disguste, forma parte de eso que ahora critica. Es parte del problema, no de la solución. Las listas cerradas son, obviamente, un incentivo inverso y hasta perverso que degrada la democracia. Máxime cuando todo el sistema institucional -el nombramiento de los jueces o de los altos cargos de la administración y hasta de los chóferes del parque móvil- se canaliza a través de unos omnipotentes partidos políticos que dictan la vida y obra de millones de personas, sin que ellos, en su esencia, funcionen de forma democrática, que es, al fin y al cabo, lo que podría garantizar la objetividad y la imparcialidad en la toma de decisiones. O dicho de forma castiza en célebres palabras de Alfonso Guerra: "el que se mueva no sale en la foto". Imposible resumir mejor en una sola frase el origen de la corrupción.
De manera mucho más inteligente lo describía Dionisio Ridruejo en Escrito en España refiriéndose a la corrupción durante el franquismo. "El hecho de los incompetentes leales", decía, "tuvieran ventaja segura en toda competición sobre los competentes sospechosos (algún día se escribirá la historia de las oposiciones, concursos y provisiones de toda suerte de plazas e incluso de la concesión de toda suerte de negocios en estos años), constituía ya un principio de tan grave inmoralidad que, por fuerza, los benficiarios tendrían que sentirse implicados en ella, quedando ligados por un vínculo turbio, como clientes, a un sistema cuya duración era la garantía de que la injusticia no podría ser revisada en su perjuicio". Como se ve, nada nuevo. Ni mucho menos original.
Los partidos políticos son hoy cuerpos cerrados -necesariamente endogámicos- que tienden a protegerse ante el exterior tapando sus miserias, lo que explica que cuando algún dirigente roba, la tendencia natural de la dirección sea tratar de amortiguar el golpe para no dañar al conjunto de la organización.
Los propios dirigentes corruptos saben eso, lo que les convierte en extremadamente poderosos porque están seguros de que el partido tenderá a protegerlos para evitar un escándalo mayor. Se hace bueno, de este esta manera, aquello que decía Michels: cada militante de un partido político lleva dentro de su mochila el bastón de mariscal. Unos lo utilizan y otros, no. Y alguno lo hace de forma magistral.
*Música Celestial. Del mal llamado caso Millet o caso Palau. Manuel Trallero. Editorial Debate. 2012.
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