El Estado contra todos

 | Controladores aéreos españoles

Mucho se ha escrito y dicho sobre el motín de los controladores aéreos. Sin embargo, muy poco se ha hecho por buscar la verdad. Y ahora que van quedando atrás los ecos de este suceso, me asalta una duda: ¿Y si lo sucedido no fuera más que el desigual choque entre la defensa de los derechos democráticos fundamentales y el poder del Estado? Desde este punto de vista, contra su voluntad y cual héroes impostados al gusto de estos tiempos modernos, los controladores aéreos habrían hecho que nos diéramos de bruces en plena crisis política y económica con un principio consagrado en el constitucionalismo democrático: el Derecho y el Deber de resistencia. Lamentablemente, a nuestro consciente colectivo estas cosas ni le suenan.

El Derecho y Deber de resistencia, expresado por Sófocles en Antígona y asumido con posterioridad como propio por el cristianismo, es una cuestión casi sagrada para los padres de la democracia moderna. Mediante éste fundamental principio, el individuo asegura la prevalencia de la democracia por encima del poder del Estado, cuestión fundamental que está unida inter alia a la obligación de hacer frente a la “autoridad” cuando nuestros derechos están amenazados o son vulnerados. Por ello, cuando un colectivo, un grupo o un solo individuo hace uso de su derecho y su deber a resistirse a la arbitrariedad del poder, además de defender sus interés particular, está poniendo en valor los intereses de toda la sociedad por más que su lucha nos acarree graves perjuicios e inconvenientes. Sin embargo, resulta desolador comprobar que, frente a cuestiones democráticas tan trascendentales, la gran mayoría reaccione con violencia y que las valoraciones, análisis u opiniones no hagan sino embestir contra lo que se nos presenta desde el poder político como una simple, intolerable y costosa algarada.

Pues bien, para aquellos a los que sólo interesa poner de relieve el coste económico de lo sucedido, aunque sea a costa de olvidar principios fundamentales en democracia, conviene refrescar la memoria y retrotraernos al viernes 9 de enero de 2009. En esa fecha, unos pocos centímetros de nieve hicieron que millones de personas quedaran atrapadas en las carreteras. Tal fue el despropósito que fueron necesarios dos días para que España recobrara la normalidad y se perdieron cientos de millones de horas de trabajo. ¿Cuál fue el coste económico de aquella imprevisión? ¿Cuántas décimas de nuestro PIB se fueron por el sumidero? Y, lo más importante, ¿cuántos responsables políticos respondieron con sus bienes y patrimonios personales ante tan imperdonable negligencia? Ninguno. Peor aún, no hubo ni una sola dimisión. Y casi tres años después, todos los culpables están cobrando a día de hoy generosas nóminas del Estado y -en este caso sí que procede decir- siguen disfrutando de privilegios, que no Derechos.

Nuestra degradación es tal que sólo entendemos de Justicia y Emergencia Nacional cuando vemos peligrar nuestros billetes a Cancún

Es posible que nuestra idiosincrasia nos haga ser más indulgentes si nos vemos impedidos de ir a trabajar que si se nos priva de nuestra sagrada ración de escapismo. Y diríase que 250.000 ciudadanos, atrapados en los aeropuertos a punto de iniciar unas breves vacaciones, pesen mucho más en nuestra particular balanza que millones de personas que, camino de sus trabajos, quedan bloqueadas en las carreteras. También parece que es más acorde a nuestro carácter, dada la atávica postración que padecemos, arremeter contra nuestros iguales que enfrentarnos a quienes, siendo los verdaderos responsables, concentran en sí mismos un poder casi absoluto. A fin de cuentas, en un país donde la mitad de los trabajadores apenas alcanza a ser mileurista, que se subleven quienes disfrutan de generosas nóminas puede que sea el verdadero quid de la cuestión. Ya dijo Teodoro Roosevelt que “cuando el hombre común pierde su dinero, se comporta sencillamente como una serpiente herida, y ataca a derecha y a izquierda a todo lo que, inocente o no, atrae su atención”.

Pero lo más grave es que a los españoles sólo nos conmueve la pérdida de nuestro derecho a escapar de la realidad. Si se nos priva de ello, somos incluso capaces de arrogarnos el papel de víctimas. Y conviene recordar que en nuestro país hay 5 millones de personas sin trabajo, 400.000 familias sin ingreso alguno, 8 millones de pobres y 2,5 millones de ciudadanos que viven en la miseria; auténticas víctimas y rehenes de un poder político incompetente, cruel y mentiroso. En definitiva, nuestra degradación es tal que sólo entendemos de Justicia y Emergencia Nacional cuando vemos peligrar nuestros billetes a Cancún. Este es el triste corolario de un país en el que todos somos culpables, porque, a estas alturas, en España ya nadie es inocente.

Eso sí, en estos tiempos siempre hay una nueva oportunidad para la redención de nuestros pecados. El próximo 28 de enero será aprobada la reforma de las pensiones. La llevarán a efecto esos mismos políticos profesionales que dejan tirados a los ciudadanos en las carreteras y aeropuertos, en el desempleo y la miseria, y que pisotean derechos mientras mienten sin rubor al llamarlos privilegios. Cuando ese momento llegue, más nos valdrá haber aprendido la lección, porque lo que vamos a perder es algo más que unos pasajes.

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