La cada vez más compleja situación económica que vive España se agrava con el cierre de la financiación internacional


Rebelion.

Los bancos y las empresas españolas se han quedado sin financiación de los mercados internacionales. El mercado interbancario europeo le ha cerrado el grifo a bancos y cajas de ahorro de la península. La creciente iliquidez de un creciente número de entidades financieras españolas pone en aprietos a las empresas que recurren a ellas en busca de préstamos y auxilios urgentes, ya que la banca continental tampoco atiende más los requerimientos de las compañías no financieras de España.

Para enfrentar los vencimientos de sus deudas, o refinanciarlos, bancos y cajas pueden golpear sólo una puerta, la del Banco Central Europeo (BCE). La prensa especializada se hacía eco el miércoles de una información que le ponía más presión a la situación española. En el mes de mayo, los bancos españoles se transformaron en los principales demandantes de crédito al BCE: más de 85.000 millones de euros y un porcentaje del 16,5 por ciento del dinero prestado por el ente monetario a todas las entidades de la zona euro, las cuales han aminorado notablemente sus pedidos de auxilio a Francfort.

El lunes último, Francisco González, presidente del BBVA, el segundo banco de España después del Santander, lo decía con todas las letras: “Los mercados financieros han retirado su confianza en nuestro país. Para la mayoría de empresas y entidades españolas, los mercados internacionales de capitales están cerrados”.

Su afirmación, si bien coincide plenamente con los datos del mercado y del propio BCE, podría ser interpretada como la expresión política de un conocido opositor al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Pero ése no es el caso del número dos del equipo económico socialista, el secretario de Estado de Hacienda, Carlos Ocaña, quien coincidió con el banquero tanto en su diagnóstico como en su prescripción para enfrentar esta grave situación: hacer el ajuste económico a toda velocidad.

DEL AUGE AL DERRUMB
E

La situación de emergencia que vive España no tiene nada de sorpresiva. El país adolece, aunque de manera avanzada, de los mismos males que el resto de sus socios europeos y de la mayoría de las grandes naciones capitalistas. La economía que fuera un modelo de crecimiento durante cerca de tres lustros viene siendo observada desde hace casi un año como uno de los eslabones más débiles de la UE.

Después de doce años de crecimiento a una tasa promedio del 3,7 por ciento anual, el optimismo sin mesura y la incredulidad ante cualquier mirada crítica se instaló firmemente en las cabezas de gobernantes y gobernados. En ese período, entre 1996 y principios de 2008, España vivió un auge económico basado no en un proceso de innovación tecnológica y productiva, sino en una especulación desenfrenada en el sector inmobiliario.

Los precios del suelo y de las viviendas y oficinas se dispararon de manera sideral: el valor promedio de una vivienda se multiplicó por tres y, dependiendo de la región y ciudad, hasta por cuatro. El suelo se convirtió en un elemento central para la financiación de los ayuntamientos y corporaciones locales. El crédito barato, sobre todo a partir de la creación del euro en 1999, fue clave en este proceso.

Así, la renta per cápita española pasó de representar el 75 por ciento de la europea en 2003 al 95 por ciento en 2007. El PBI trepó a 1,1 billones de euros, mientras crecía el flujo de inmigrantes quienes, en menos de 10 años, se convirtieron en el 10 por ciento de la población total del país. Los beneficios de los bancos, que basaban su negocio en los préstamos hipotecarios a particulares y constructores, engordaban en miles de millones de euros por año y la Bolsa batía récords de subidas. Si bien los salarios reales no evolucionaron de la misma manera, el crédito a bajo costo suplió durante años esa carencia y ayudó a un fuerte crecimiento del consumo.

En el curso de este proceso característico de las burbujas financieras, se fueron acumulando todos los desequilibrios que han conducido a la presente situación. La balanza por cuenta corriente, que históricamente no ha superado un déficit promedio de entre el tres por ciento y el cuatro por ciento sobre el PBI, superó el 10 por ciento en 2007 y 2008, poniendo de relieve tanto la baja productividad del trabajo en España como el boom de importaciones financiadas con el crédito barato. El endeudamiento público creció, bien que a tasas significativamente menores a la de otros países como Grecia, Portugal e Irlanda. El déficit fiscal español superaba, al comienzo de las crisis mundial de 2007, apenas el tres por ciento del PBI establecido por las normas de Maastricht.

Sólo entonces comenzó a incrementarse de manera rápida y peligrosa. Entre 2007 y 2009, se pasó de un rojo fiscal menor al 4 por ciento del PBI a otro del 11,2 por ciento, solamente superado por el de Estados Unidos (11,2 por ciento) y el de Gran Bretaña (11,5 por ciento). La causa de este brutal incremento fue la intervención del Estado, a través del gasto público, para auxiliar a empresas y particulares, tratando de impedir un colapso económico. Incluso así, el PBI español retrocedió un 3,6 por ciento en 2009 y se prevé que este año lo haga en poco menos del dos por ciento. Los mismos resultados que en EE.UU. y el resto de Europa.

Pero la deuda pública, que hoy se intenta presentar como la raíz de todos los problemas de España y que se propugna solventar a través de irracionales ejercicios de ajuste fiscal como el ya encarado por el Gobierno hace pocas semanas, no es la causa sino apenas la consecuencia de aquéllos.

La clave de la crisis española es la monumental deuda privada acumulada durante el auge especulativo. El sector privado (bancos y empresas, además de tenedores de hipotecas y créditos bancarios) deben casi 1,7 billones de euros, el 170 por ciento del PBI. Si se suma la deuda pública, estimada en unos 700.000 millones de euros, la deuda total del país supera los 2,5 billones, dos veces y media su PBI. Ahora bien. Durante 2009, vencen más de 500.000 millones de euros de deuda privada que deben refinanciarse. Además, el Estado debe cancelar vencimientos por 65.000 millones de aquí a fin de año. El 71 por ciento de esas acreencias está en manos de prestamistas extranjeros. Para ser más precisos, de bancos franceses, alemanes, estadounidense y británicos, en ese orden. Además, China detenta una porción estimable de títulos públicos del Reino de España.

PRESENTE Y FUTURO


Ciertamente, la especulación de bancos y Estados (particularmente el Deutsche Bank y Alemania) que apuestan contra la deuda española, pública y privada, está jugando un papel importante en los rumores de la última semana en el sentido de que España podría sufrir una intervención multilateral. La especie, publicada por la prensa europea, ha sido desmentida categóricamente por la Comisión Europea y por el Gobierno de Madrid, así como por el FMI.

Pero no cuesta mucho comprender que esos rumores sobre el agravamiento del riesgo financiero español se apoyan en una base real y no sólo especulativa. Así, la supuesta creación de un fondo de 250.000 millones de euros del FMI y de la UE para impedir un colapso en España continúa rondando los mercados desde el lunes pasado.

Más allá de ésta y de otras especulaciones, resulta evidente que el problema español está allí e inquieta a Europa y a Estados Unidos. Con un mercado interbancario cerrado, el alza irrefrenable de los intereses exigidos por los tomadores de deuda (la subasta de Bonos del Tesoro español realizada ayer se colocó al 4,91por ciento, el doble de la tasa de referencia alemana) y un BCE sobrecargado de pedidos de ayuda españoles, se hace muy difícil no pensar en el peligro cierto de una suspensión de pagos de la deuda o de una reestructuración de la misma.

La conducta de los responsables políticos y privados, españoles y europeos, agrava este cuadro.

Cuando, a todas luces, el problema de España se concentra en la impagable deuda privada, parece difícil entender por qué razón el plan del Gobierno, de los banqueros, empresarios y políticos de la derecha, está centrado en reducir el déficit fiscal y el endeudamiento público. La falta de racionalidad, aunque no de lógica, de los planes de austeridad de los gobiernos y de la UE para combatir la crisis, salta a la vista con sólo observar los últimos números de la composición de la deuda de Grecia, Portugal, España e Irlanda con los bancos de la eurozona, de acuerdo con la información difundida el pasado domingo por el Banco Internacional de Pagos de Basilea (BIS). Apenas el 16 por ciento del total de la deuda contraída por esos cuatro países es pública. El 84 por ciento restante pertenece a compañías, personas físicas e instituciones privadas.

Al igual que en el resto de Europa, donde se han puesto en práctica programas de ajuste similares aunque sin coordinación entre los gobiernos, este camino sólo puede conducir a aminorar o detener el raquítico crecimiento del PBI previsto para este año y el próximo. Como sostuvo recientemente en Madrid la economista de la Universidad de Maryland, Carmen Reinhart, “la austeridad fiscal no va a resolver el problema de la deuda (de Grecia). Si no crece el PBI, la deuda como porcentaje del mismo obviamente subirá”.

En el caso español, este razonamiento se hace mucho más evidente ya que el eje de la crisis está en la deuda privada y no en la pública, que es mucho menor y manejable si se pudiera retomar una senda de crecimiento, algo inviable con el nivel de deuda privada tras el estallido de la burbuja en Estados Unidos, Europa y España.

Sin embargo, el gobierno de Zapatero parece decidido a llevar adelante, aunque con mucho temor político, el libreto que delineó con mucha claridad el presidente del BBVA esta semana: “El Gobierno tiene tres tareas urgentes: asegurar la sostenibilidad de las finanzas públicas, impulsar las reformas estructurales y reestructurar el sistema financiero”.

Dicho sin tanta retórica, se trata de avanzar en la reforma laboral (adelantada el miércoles por el gobierno) que facilita el despido y desrregula aún más un mercado de trabajo en el que ya hay más del 33 por ciento de trabajadores precarios y casi 4,5 millones de desocupados (19 por ciento).

En segundo lugar, endurecer las condiciones para acceder a la jubilación, alargando la edad laboral, reduciendo el monto de las prestaciones y abriendo el camino a sistemas privados de retiro, un gran negocio para el sector financiero.

Al mismo tiempo, la reestructuración del sistema financiero supone el acotamiento de la función de las cajas de ahorro regionales, buscando liquidar su existencia en beneficio de la gran banca privada. En otras palabras, una alteración sustancial y de largo alcance de las condiciones sociales y económicas de los asalariados y de los sectores más debilitados del capital financiero y productivo.

Si a todo esto le sumamos el recorte del gasto social y el aumento de los impuestos indirectos (IVA), la receta no es más que un refrito de los conocidos planes de ajuste sufridos por los países emergentes a lo largo de décadas y diseñados por el FMI y el Banco Mundial.

Este pensamiento, del cual los beneficiarios serían los bancos y empresas de mayor porte de España y sobre todo de Europa, EE.UU. y China, no es nuevo y desde hace años pugna por encontrar el momento propicio para avanzar prácticamente. Es evidente que por este camino no se podrá evitar el colapso de la deuda española, y de la deuda de toda Europa. A lo sumo se logrará retrasar la llegada de ese momento, a costa del sufrimiento de millones de ciudadanos.

Mientras tanto, la puesta en marcha de un programa de estas características supondrá una tarea descomunal para Zapatero que deberá enfrentar una huelga general de los sindicatos en setiembre próximo. El Partido Popular (PP), que pretende gobernar a partir de 2011 o quizá antes si se anticipan las elecciones, busca que el gobierno socialista se haga cargo de esta fase de medidas impopulares. Lo que probablemente no miden los populares es la profundidad de la crisis ni su proyección geográfica y en el tiempo.

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2010/06/18/2974.php

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