Horas previas a la Asamblea Nacional Constituyente en Venezuela



La oposición venezolana tiene un objetivo político pero no cuenta con una estrategia para llegar a él. En este sentido, carece de estrategia porque su objetivo es, hoy por hoy, inviable. Aunque su leitmotiv -como pregonan sus dirigentes y repiten de forma acrítica los medios de comunicación nacionales e internacionales- radique en derrocar al Gobierno de Nicolás Maduro, el verdadero propósito consiste en enterrar para siempre cualquier tipo de alternativa contestataria al capitalismo neoliberal, consolidándolo en el imaginario colectivo como el único sistema posible. El Fin de la Historia de Fukuyama. El TINA (There is no Alternative; No hay alternativa) de Margaret Thatcher.

Este objetivo no se puede conseguir mediante unas elecciones. La derecha puede ganarlas, evidentemente, y desalojar al chavismo de la Presidencia de la República. Sin embargo, la alternancia democrática no sirve a los proyectos neoliberales, puesto que el chavismo quedaría en la oposición pero incólume como movimiento político: tendría dirigencia, militancia, implantación territorial, estructura, simpatizantes, etc. Es decir, continuaría siendo una alternativa que, tarde o temprano, volvería al poder mediante otros comicios.

La derecha demanda el apocalipsis. Tiene que conducir el país al caos para propiciar una salida violenta que le permita llevar a cabo sus planes. Un relevo electoral no la facultaría para aplastar al chavismo a través de ilegalizaciones, persecución judicial, represión, ostracismo civil y laboral para sus militantes. Necesita un derrumbe casi bélico para justificar acciones posteriores contra un chavismo previamente caracterizado como delincuencial o terrorista. Es decir, necesita generar tal caos para poder legitimar un accionar que, a priori, es contrario al libre juego de las instituciones democráticas que discursivamente afirman defender.

El objetivo está claro, pero, ¿cómo llevarlo a cabo?

En primer lugar, y así se ha demostrado en este nuevo período de desestabilización que comenzó en abril, la derecha no cuenta con una base masiva comprometida a parar el país. Nadie niega que millones de personas puedan votar a favor de la derecha o contra el chavismo, o que convoquen a centenares de miles de personas a una manifestación. Pero eso es muy diferente a tener a un grueso de militancia activa con la capacidad de detener la vida cotidiana en cualquier momento y de forma sostenida.

El paro de 48 horas de este miércoles y jueves es una buena muestra de ello. Tuvo un seguimiento mínimo y limitado a las zonas de clase media y media-alta. En Caracas, por ejemplo, se redujo a parte del este de la ciudad. Las fotografías de calles vacías y comercios cerrados eran de estos sectores. En el resto de la capital, reinaba la normalidad. Además, las crónicas periodísticas, en una sutil pero efectiva manipulación, hablan siempre del este y el oeste de Caracas, opositor y chavista respectivamente, como si fueran dos mitades matemáticas enfrentadas la una a la otra. En realidad, en el eje del este (Chacao, Baruta, El Hatillo) apenas vive medio millón de personas, mientras que en el oeste (Libertador) se concentran más de 2,2 millones de habitantes.

En segundo lugar, la derecha tampoco cuenta con el apoyo del Ejército. En otras épocas -y la historia de Latinoamérica es fecunda en este tipo de episodios-, las fuerzas armadas ya habrían salido a las calles para restituir los privilegios de las elites. De hecho, así lo hizo un sector militar en Venezuela en abril de 2002, en aquel golpe de Estado que fue derrotado por una acción conjunta entre el pueblo y la facción castrense leal. Han pasado quince años de aquello, y la lealtad constitucional del Ejército venezolano a los poderes democráticamente elegidos parece sólida.

Tampoco cabe esperar una intervención militar extranjera o siquiera sanciones económicas contundentes. Nada parece indicar que el contexto internacional sea proclive a dicho accionar. De modo que si bien se pueden suceder las condenas, denuncias a funcionarios chavistas, escenificaciones de ultimatos desde la Casa Blanca, la OEA o la Unión Europea, visitas al extranjero de los dirigentes opositores clamando por la “libertad” de Venezuela… a la hora de la verdad, no se ven acciones específicas.

¿Qué le queda entonces a la derecha venezolana? Básicamente un inmenso y abrumador poder mediático nacional e internacional que le ha permitido instalar en todo el mundo su relato de una dictadura sanguinaria y minoritaria contra un pueblo que lucha por recobrar su libertad. El hecho de que la contabilidad de muertos se atribuya exclusivamente a jóvenes víctimas de la policía -teoría que va incluso en contra de los informes de un Ministerio Fiscal quien establece que sólo un 20% de los asesinados son imputables a las fuerzas de seguridad- o que no se hable de las 20 personas linchadas y quemadas por ser supuestamente chavistas responde a esta enorme hegemonía mediática.

El poder comunicacional es condición necesaria pero no suficiente. Si además no hay mecanismos para convertir ese estado de opinión en realidades concretas, el relato construido se revela insuficiente. Asimismo, la construcción mediática ha sido más eficaz en el exterior que a lo interno del país. Las mayorías populares no comparten esta caracterización de Venezuela como una dictadura y los líderes de la derecha como paladines de la libertad. Es más, la valoración del liderazgo opositor apenas despunta del 15%-20%, incluido entre sus propios seguidores. La gente, al final, termina siendo desafecta a una clase política incapaz de resolver sus problemas, en especial los económicos. Cabe recordar que la derecha cimentó su triunfo en las elecciones legislativas de diciembre de 2015 en la promesa de que iba a reconducir la situación económica desde la Asamblea Nacional. Han pasado casi dos años y esas expectativas se han visto defraudadas.

De esta forma, la derecha está inmovilizada a pesar de esta apariencia de movilización continua. Su agenda está plagada de “Días D”, “Toma de Caracas” y “Horas Cero…” que nunca se hacen realidad. Generan esperanzas máximas en sus seguidores que constantemente se desinflan. Nicolás Maduro siempre está a punto de caer pero lleva más de cuatro años en el poder y está a un paso de terminar su mandato en el período constitucional prefijado. Ahora han vuelto a poner una fecha en la que esta vez sí, definitivamente, Venezuela se asoma al abismo y el chavismo se desmoronará ante el empuje popular: las elecciones a la Asamblea Constituyente de este domingo. Medios de comunicación de todo el mundo aterrizan en Caracas para dejar constancia del apocalipsis. Y sin embargo, lo más probable es que las elecciones se lleven a cabo, haya un nuevo goteo de muertes que la oposición rentabilizará mediáticamente, y las posturas y correlaciones de fuerzas sigan el lunes en el mismo punto en el que estaban el sábado.

La única salida que le quedaría a la dirigencia opositora es abandonar esta “movilización-inmovilizadora” y sumarse al juego institucional, desde la mesa de negociaciones que abandonó abruptamente hasta el cronograma electoral que se avecina. De esta forma, podría lograr la victoria y ocupar la Presidencia del país. Pero no conseguiría su verdadero objetivo de eliminar al chavismo.

Asamblea Nacional Constituyente

De cara a las elecciones del 30 de julio la oposición ha esgrimido varias razones para no ir a votar. Una –la más conocida– dice que la convocatoria viola la Constitución. Nadie ha podido demostrar hasta la fecha tal aseveración. A lo sumo insistir en que sin la convocatoria previa vía referéndum tiene menos legitimidad. Se trata de una razón política, no legal. Lo cierto es que los juristas no encuentran en ninguna parte de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela que para la realización de la constituyente deba mediar un referéndum previo.

El otro argumento, puesto a circular los últimos días, según el cual la Asamblea Nacional Constituyente no sería representativa pues no incluye a factores de la oposición de derecha puede ser cierto, pero olvida que eso es así no por disposición del gobierno, sino porque ellos mismos por motu proprio decidieron no sumarse a la iniciativa y optaron por sabotearla. Es un error que ya cometieron en 2005, cuando no participaron de las elecciones a la Asamblea Nacional (Congreso de la República) dejando el camino libre para que el chavismo asumiera la totalidad de los curules.

Quienes llaman a votar tiene en cambio como principales consignas la paz y la defensa de la democracia. Lo primero, en cuanto que la ANC sirva de tribuna de diálogo para evitar una guerra civil y continúe la violencia, mientras que lo segundo significa no dejarse arrebatar la voluntad y el derecho de elegir por parte de quienes entienden la política como un acto de imposición. A este respecto, hay que recordar que quienes dicen ahora que la ANC no es democrática son los mismos que tienen 18 años dando golpes de Estado y violando la democracia en nombre de sus intereses particulares. En tal sentido, la ANC pareciera estar funcionando también como la oportunidad de un voto castigo contra los que han provocado la muerte directa o indirectamente de casi un centenar de personas en tres meses y poco menos de 200 en los últimos cuatro años, por no hablar de otros desmanes como el desabastecimiento programado y la especulación, el ataque a escuelas y hospitales, así como la destrucción de bienes públicos y privados.

A pesar de lo mencionado, el principal adversario de la ANC será el abstencionismo ya que el gobierno arrastra consigo un gran desgaste que no puede ser subestimado, entre otros factores, como consecuencia de una crisis económica a la cual no le encuentra la vuelta -ni en lo macro pero mucho menos en lo micro-, donde se acumula un gran malestar social. Veremos el domingo qué pasa. Por lo pronto, el que la violencia no se haya generalizado y más bien parezca replegarse ya es una gran victoria.

CELAG

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