Hemos asistido en los últimos años a la desaparición del término “clase social” del vocabulario de los políticos y de los grandes medios de comunicación. Un concepto fundamental del análisis sociológico y político de los siglos XIX y XX ha terminado proscrito en el mayor caso de limpieza lingüística por razones ideológicas que se conoce. El joven escritor y activista británico Owen Jones, en su libro Chavs. La demonizacion de la clase obrera (Capitan Swing, 2012), cuenta cómo en 1990 los laboristas, en un comité creado por el Gobierno para revisar la clasificación social utilizada en las estadísticas oficiales, se unieron a la estrategia del thatcherismo de vetar cualquier referencia a la clase social.
Vicenç Navarro ya señaló “la desaparición en los medios estadounidenses de las clases sociales y la ausencia de términos y conceptos como burguesía, pequeña burguesía, clases medias y clase trabajadora”. Así, cuando se informa del comportamiento electoral se hace en clave de raza, grupo étnico o cultural, género y religión. En realidad, lo que se pretende proyectar es que la división entre pobres y ricos no existe.
La cuestión no se limita a los medios, gran parte de los que se dicen de izquierdas han optado por el discurso de la multiculturalidad o la tolerancia étnica, ignorando el conflicto de clase. De modo que problemáticas que son de la clase trabajadora son presentadas como étnicas o culturales. Como afirma Susan George (Informe Lugano II, Deusto, 2013), en lugar de insistir en el concepto de derechos universales se anima a las personas a creer que pertenecen a un grupo humano maltratado y discriminado por la raza, la etnia, el sexo, la región, etc… Se les hace pensar que, en virtud de esa pertenencia más o menos minoritaria, tienen unos derechos particulares y específicos, por lo que sus quejas se limitan a ese ámbito y sus iguales son solo los de ese colectivo. El resultado es una cacofonía de reivindicaciones de colectivos victimizados reclamando derechos en función de su raza, etnia o religión, encerrados en su propia cosmovisión minoritaria, sin plantearse que todos pertenecen a un grupo mayor, la clase social, con la que comparten la gran mayoría de sus problemas.
Otra consecuencia es que, con ese planteamiento, las clases humildes y trabajadoras originarias de un país europeo terminan con la percepción de que también ellos compiten con un grupo social étnico inmigrante concreto, en lugar de percibirse como una misma clase social. Así cada vez más sectores obreros abandonan cualquier sentido de pertenencia a una clase y abrazan ideologías y movimientos xenófobos y racistas. A su vez, esa izquierda que renegó de las clases sociales comienza a despreciar a esos obreros a los que, por su posición xenófoba, consideran que no han sabido adaptarse a una sociedad multicultural.
La nueva izquierda que reniega de las clases sociales abandera la defensa de las minorías étnicas y desprecia al obrero que se ha convertido en xenófobo porque no le hemos sabido presentar su problemática en un marco de lucha de clases.
Despreciado por la (falsa) izquierda encuentra acogida en el discurso racista de organizaciones que se le presentan como defensoras de su raza y nacionalidad.
Pero aunque aumente el apoyo a los partidos ultraderechistas europeos, nuestras sociedades no son más racistas. No hay hoy más ciudadanos que se opongan a un matrimonio interracial que hace cincuenta años. A nadie le molestan los anuncios multirraciales de Benetton.
El ascenso de la extrema derecha en muchos países europeos es una reacción de la clase trabajadora a la marginación que está sufriendo. Es un producto de la negativa de los políticos mayoritarios (no solo los gobernantes) a atender las preocupaciones de la clase trabajadora.
Si ante la llegada de inmigrantes la falsa izquierda no exige con contundencia aumento de plazas escolares, mayores zonas de ocio y construcción de viviendas sociales, sino que se limita a pedir a las sectores trabajadores de esos barrios que aplaudan la multiculturalidad y sean tolerantes, será el discurso de los partidos de la ultraderecha el que triunfe. En otros tiempos el análisis se centraba en denunciar las injusticias del capitalismo y en mostrar las desigualdades como el resultado de un conflicto entre ricos y pobres, entre clases sociales. Eliminado el concepto de clase social del discurso dominante, la noción de que los problemas sociales son provocados por el inmigrante que nos quita trabajo y recursos sociales termina calando con facilidad. Como señala Jones, “el multiculturalismo progresista ha entendido la desigualdad simplemente en función de la raza, olvidando la clase social”.
Así, el blanco de clase trabajadora tiende a construirse su identidad también en torno a la raza para ganarse su lugar en el discurso de la multiculturalidad.
La conclusión es evidente: o recuperamos el concepto de clase social o los partidos ultraderechistas seguirán rentabilizando la debilidad ideológica de una izquierda que parece avergonzarse de todas las luchas y conceptos que nos enseñó el marxismo.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 25, MARZO DE 2013.
0 Comentarios
DEJA UN COMENTARIO