El imperio tecnológico de la basura

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De las 215.000 toneladas de productos electrónicos exportados en 2009 a Ghana desde la UE, el 15% era totalmente inservible. La falta de control y cifras reales es el principal problema, advierte una experta de la ONU
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A cada nueva palabra, Peter Mwuari expectora con más fuerza. «Desde hace más de una década, sobrevivo mediante el escombro e incineración de productos electrónicos», asegura este joven que roza la treintena. «Vuestra renovación tecnológica es mi miseria».


A sus pies, en el barrio keniano de Kiberia, considerado el asentamiento chabolista más grande del Este de África, el precio del progreso se pierde en una pira funeraria. «Por la quema y reventa de las piezas de cada lavadora u ordenador obtengo cerca de 60 shilling (algo menos de cincuenta céntimos de euro). En cada uno de esto tornillos está el futuro de mi familia».

La denuncia verbal de Mwuari, lo cierto, no sorprende a Katharina Kummer Peiry -actual secretaria ejecutiva del Convenio de Basilea sobre el Control de Movimientos Transfronterizos de los Desechos Peligrosos y su Eliminación. Como señala a ABC la considerada mayor experta de Naciones Unidas en el tratamiento de basura electrónica, el principal problema de estos desechos es su «falta de control y cifras reales, dada la ilegalidad de la mayor parte de estos vertidos».

Para muestra, un botón (galvánico): en 2009, de las cerca de 215.000 toneladas de productos electrónicos que fueron exportados a Ghana por parte de la Unión Europea -desde lavadoras a ordenadores-, el 70% eran de segunda mano. Y de todos ellos, el 15% eran totalmente inservibles (sin embargo, Naciones Unidas asegura que tan solo 50 toneladas de basura electrónica son vertidas cada año en el mundo).

«La táctica no es inusual», reconoce Peiry. Ante el alto coste de su reciclaje, la mayor parte de productores de bienes electrónicos prefiere que éstos sean enviados a los vertederos de Ghana, Kenia, Nigeria, China o India. A fin de cuentas, la infamia queda lejos y el ausente reciclaje obliga a los consumidores a demandar nuevos bienes. Y en este «círculo vicioso» -como destaca Robin Ingenthron, de la organización Retroworks- son las compañías tecnológicas las principales beneficiadas.
Obsolescencia planeada

Gracias al desguace obligado de sus productos por parte de las compañías, el mercado demanda nuevos componentes que tan solo pueden ser logrados mediante la minería en zonas de conflicto. Éste es el caso de la ciudad de Bukavu, en el este de Congo, un verdadero Wall Street del coltán (mineral necesario para la producción de teléfonos móviles y ordenadores) y cuyos 200.000 habitantes sobreviven bajo la más absoluta miseria. Y casualidad o no, en la región desde 1998 han muerto más de cinco millones de personas en uno de los conflictos armados más olvidados del mundo.

«El reciclaje es un buen trabajo, sostenible, pero la gente que hace lo necesario debe recibir un trato justo y una compensación adecuada. La mayor parte de los productores de bienes electrónicos tienen un conflicto de intereses para impedir la reutilización. La obsolescencia planeada, en retrospectiva, es un peligro», asegura a este diario Ingenthron.
«No es fácil para las empresas asumir responsabilidades dada la complejidad del sistema»
¿Los vilipendiados? Como siempre los residentes en estos vertederos, quienes no cuentan con las tecnologías adecuadas y las capacidades para el tratamiento adecuado de estos residuos. «Estos desechos tienen una huella ecológica enorme, superior en términos equivalentes a la que produciría un coche», reconoce Ruediger Kuehr, secretario ejecutivo de StEP, una iniciativa de la ONU para resolver el problema de los desechos electrónicos.

Sin embargo, Kuehr limita la responsabilidad (al menos, moral) de las empresas productoras: «En la mayoría de los casos, los responsables de los envíos no son las propias compañías (mayoristas), sino agentes independientes que carecen de escrúpulos. Por lo tanto, no es tan fácil para las empresas asumir responsabilidades, dada la complejidad del sistema». Mientras, a centenares de kilómetros de estas «complejidades», Peter Mwuari continúa tosiendo. Su imperio tecnológico arde bajo sus pies.

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