José Luis Rodríguez Zapatero ha conseguido una sola cosa realmente positiva en sus siete años al frente del Gobierno: que los suyos no le detesten. Al contrario, que le tengan afecto y estén dispuestos todavía a arroparle y a obedecer sus instrucciones. No se levantan contra él ni van a hacerlo, seguramente porque ya saben que se despide. Pero quienes no militan en ese partido no podrán olvidar la destrucción a la que el todavía presidente ha sometido a este país. Quizá sin quererlo y con su mejor voluntad -no hay por qué suponerle lo contrario-, pero con una alarmante falta de visión histórica y un muy chato concepto de lo que es hacer política, su paso por la Historia de España ha resultado tan demoledor como la actuación de Schwarzenegger en aquella vieja película, Terminator.
Cuando Zapatero llegó al poder en 2004, España disfrutaba de una situación de práctico equilibrio presupuestario y cuando se vaya habremos cerrado el año, si hay suerte, en más del 6% de déficit. El paro rondaba en 2004 el 10% y en los últimos ocho años se habían creado más puestos de trabajo que la media de la UE. Cuando se vaya, estaremos ahogándonos en un índice del 21% para escándalo de nuestros vecinos y angustia de los españoles.
Pero no es sólo la economía. Zapatero rompió el consenso básico sobre la estructura territorial de España cuando, ignorando por completo al Partido Popular, se lanzó de manera insensata a prometer a su compañero Pasqual Maragall que si él llegaba al Gobierno (aún faltaba un año para las elecciones que le dieron la victoria), aprobaría cualquier nuevo estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña. Ese Estatut y el modo en que se negoció han producido una herida política en España, y también en Cataluña, que sigue abierta. Y cuando Maragall formó el primer Gobierno tripartito, él nunca criticó la firma en Barcelona del ominoso y antidemocrático Pacto del Tinell, que comprometía a los firmantes a no pactar jamás nada en ningún nivel con el PP.
Quiso expulsar a la derecha del espacio político de la decencia y la ética, como un apestado de la democracia, y jamás se opuso a que las discrepancias formuladas desde el centro político fueran tachadas de ultraderechistas y se llegara incluso a hablar de «cordón sanitario» contra los ciudadanos que ocupaban y ocupan ese espacio ideológico. Eso produjo otra profunda y dañina división en el país.
Intentó sacar adelante, con una carga ideológica de barricada, una Ley de Memoria Histórica, luego suavizada por la vicepresidenta De la Vega, que tuvo la virtualidad de enfrentar a unos españoles contra otros y de volver a levantar las trincheras emocionales de cuando la Guerra Civil que llevaban décadas derribadas por voluntad de los españoles. Despreció el esfuerzo de concordia que supuso la Transición política y, con testigos delante, defendió la tesis, falsa de toda falsedad, de que ese proceso político y la Constitución que lo culminó fueron el resultado de la amenaza de las bayonetas. No buscó sino, al contrario, desdeñó, los acuerdos con el PP en política antiterrorista y, una vez más, siguió adelante con un proceso de negociación que volvió a dividir al país y a enfrentar muy gravemente a sus ciudadanos.
Y, al final, después de haber gestionado pésimamente una crisis de la que él no se ha hecho en absoluto responsable, ha destrozado también a su propio partido, que este domingo fue brutalmente lanzado a la lona por las urnas de un directo a la mandíbula que iba dirigido a él. Habrá tenido buena voluntad, pero hay que ver qué poquito acierto.
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