¡Teníamos razón!... ¿no?

El Imparcial: Opinion: Rafael Núñez Florencio:

¿Cuántas veces hemos dicho en los últimos tiempos que esto no podía seguir así? Cuando digo “hemos” me refiero a periodistas, historiadores, sociólogos, politólogos, economistas, profesores en general, analistas de la actualidad e intelectuales en sentido amplio. Cuando digo “esto”, me refiero a la actual coyuntura económica y a la presente situación política. Y, en fin, cuando digo “seguir así”, me refiero básicamente a tres cosas, por seguir con el esquematismo funcional con el que he empezado: el desempleo, la falta de oportunidades y la crisis del sistema político, viciado no ya sólo en su operatividad cotidiana sino en sus propios basamentos.

Hemos venido diciendo en todos los tonos posibles que no podemos seguir con la táctica del avestruz, que esto no es una crisis pasajera, que el entramado político que hemos construido da serias muestras de agotamiento desde hace tiempo. Hemos insistido en que esto no se arregla con unas elecciones y un mero cambio de gobierno ni de partido, porque el agotamiento antes aludido afecta de una u otra forma a todos los partidos que gobiernan en diversos ámbitos o que cuentan con posibilidad de gobernar en el futuro inmediato. No se trata, ni mucho menos, de impugnar los principios básicos de nuestra convivencia. Hemos admitido que España ha dado pasos de gigante en la buena dirección en las últimas décadas, que ha funcionado razonablemente bien el régimen constitucional y que, a pesar de grandes desequilibrios y lastres, se ha producido un innegable despegue económico que ha supuesto nuestra entrada en la primera división mundial del Estado del bienestar... Pero, junto a todo ello, hemos advertido que la satisfacción por lo alcanzado no debía cegarnos hasta el punto de no reconocer que el impulso se había ido consumiendo sin que, presos de nuestra propia complacencia, acertáramos con las reacciones adecuadas.

Dicho de otra forma, ahora mismo nos sostiene sólo la inercia. En la vida -da igual que sea individual o colectiva- dormirse en los laureles puede ser peligroso. No basta con felicitarnos sin más con lo conseguido porque la vida no se detiene. Como era previsible, han sido fundamentalmente los jóvenes -que en este presente no tienen nada que perder y que tampoco ven en el porvenir nada que ganar- los que han puesto en solfa la indolencia oficial. Y han sido, como también era previsible, las modernas redes sociales las que han canalizado las diversas iniciativas hasta desembocar en ese movimiento que sacude el tejido urbano -el más visible- del país: en buena parte de las ciudades españolas, y particularmente en el centro de Madrid por su función de escaparate, tenemos a miles de jóvenes demandando respuestas, salidas, soluciones... con toda la confusión que suele darse en esos levantamientos pero también con un sordo rencor y una impaciencia que haríamos mal en ignorar o subestimar.

Ya sé que hay quien busca detrás la mano oculta. No sería de extrañar que la hubiera. Más aún, determinados indicios, como las fechas elegidas para la protesta y los lugares seleccionados por las concentraciones resultan cuanto menos sospechosos. Es muy posible por tanto que haya disposiciones espurias, intereses poco confesables, manipulaciones en suma, y ello tanto en la preparación como en el desarrollo de todo este proceso. Estoy seguro además de que no faltará, aquí, ahora y en el futuro, quien instrumentalice en provecho propio la situación. ¡Qué digo, ya lo estamos viendo, destacando precisamente en esas labores quiénes más tendrían que callar o más responsabilidad que admitir! Pero sin bajar la guardia, es decir, manteniendo las sospechas, activando las alertas, guardando las distancias..., con todas las precauciones posibles en definitiva, tenemos que ir a lo esencial, sin engañarnos ni dejarnos llevar por las sombras de la representación. La España oficial -en su más amplio sentido- necesita hacer una profunda reflexión. Como todos, mi percepción de la realidad empieza en mi experiencia personal. Acudiré a ella para ilustrar de modo rápido lo que quiero decir.

Doy clases a jóvenes que tienen entre dieciocho y veinticinco años. En contra de los tópicos descalificadores, se trata en su inmensa mayoría de unos chicos diligentes que, por encima de todo, como cualquiera de nosotros, aspiran simplemente a buscar un lugar bajo el sol. Es verdad que tienen un déficit de formación, porque desde hace varias décadas la enseñanza en España -en todos sus niveles- no funciona (y eso por decirlo suavemente y no emplear otra expresión más hiriente). Pero se interesan y se esfuerzan y hasta algunos intentan compatibilizar sus estudios con un trabajo que les deje unos eurillos al mes. A una parte de esos alumnos les explico economía y les tengo que dibujar un panorama que a mí mismo me da escalofríos. No es que tengan que renunciar ya a un empleo estable sino que han perdido la esperanza de encontrar un puesto digno o acorde a sus capacidades. Más aún, algunos están dispuestos a lo que sea... pero ni siquiera hay “lo que sea”. Les miro a los ojos y pienso: ¿qué futuro tienen estos chicos? ¿Para qué les van a servir estos estudios en los que ahora se afanan?

Algunos de mis alumnos y ex-alumnos están en la Puerta del Sol o pueden estar también en cualquier otra concentración de alguna ciudad española pidiendo... ¿Pidiendo qué? Es verdad, tienen razón los que señalan que “Democracia real ya” y otros grupos similares no tienen programa propiamente dicho, que nadan en la confusión, que sus propuestas son contradictorias, que algunas medidas que proponen huelen a estatalismo y a ultraizquierda trasnochada... Claro que sí, es verdad. Pero no creo que en este caso lo importante sean las pancartas ni las proclamas ni los manifiestos..., porque doy por sentado que aquéllas y éstos constituirán un batiburrillo indigerible. Lo que importa es el movimiento mismo, el movimiento como síntoma de un estado de cosas. Porque creo que les conozco, asumo -sin paternalismo alguno- que no saben bien lo que quieren. Pero sí saben lo que no quieren, y lo que no quieren es el mundo que ahora le ofrecemos. Les llaman anti-sistema. Pero, señores, seamos serios, ¿qué oportunidad, qué resquicio ofrece lo que llamamos “sistema”? Si son anti-sistema es porque apenas se les deja otra opción.

Y no es que lo diga este humilde opinante, llevado de un súbito populismo. Lo dicen los más sesudos organismos internacionales cuando alertan del riesgo de toda una generación perdida. Una sociedad no puede subsistir y mantenerse como si nada pasase condenando a la precariedad laboral y la indigencia vital a miles y miles de jóvenes.

Es muy probable -aunque nadie puede asegurarlo- que estas movilizaciones juveniles se diluyan sin más huella. Pueden tardar en hacerlo días o semanas, no creo que meses, porque es difícil mantener un movimiento de estas características durante mucho tiempo. Es más, en cualquier caso, de una cosa estoy seguro: las soluciones no pueden venir directamente de ellos mismos, de esas propuestas difusas y en algún caso disparatadas. Por otro lado, el “sistema”, ese sistema que pretenden enmendar en su totalidad, es mucho más poderoso de lo que ellos creen y terminará engulliéndolos. No obstante o quizás precisamente por eso mismo, esta especie de rebelión juvenil es un síntoma que no deberíamos menospreciar. Es, como sostendría un regeneracionista, el síntoma de la enfermedad que invade nuestro cuerpo social. Podría decir de modo benévolo que, aunque se sepulte la protesta, la protesta resurgirá más pronto que tarde porque una colectividad no puede pervivir sin esperanzas u horizontes. O quizás sí puede, como muestran otros países que se van hundiendo poco a poco sin fuerzas siquiera para reaccionar. Pero... ¿es ése el futuro que queremos?


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