Sólo la desidia con la que buena parte de la sociedad española observa la verdadera dimensión de la crisis y, en particular, la tasa de paro, puede explicar que se haya visto con normalidad la aprobación de una amnistía laboral para empresas defraudadoras. La decisión del Consejo de Ministros podría entenderse en un país azotado por una calamidad de carácter económico no atribuible al comportamiento de los gobernantes. O, incluso, se podría justificar en una nación en vías de desarrollo que, por razones históricas, no hubiera podido contar con una arquitectura institucional suficiente para recaudar impuestos o cotizaciones sociales.
Eso es, precisamente, lo que sucedió en la España de la Transición. Sin lugar a dudas, lo más importante de los Pactos de la Moncloa, como decía Fuentes Quintana, fue la creación de un sistema impositivo moderno y homologable al de la Unión Europea. Con sus fallos e ineficiencias, pero en todo caso capaz de ensanchar servicios públicos esenciales, como la sanidad o la educación. Además de modernizar el capital físico (infraestructuras) como no había sucedido en siglos.
Ese impulso transformador con el que nació la España democrática es el que, con el tiempo, se ha ido desinflando, y eso explica que este país se haya desarmado fiscalmente en los últimos años de forma alarmante. Lo curioso del caso es que ese proceso no ha venido acompañado de una rebaja general de los impuestos. Al contrario. La presión fiscal ha seguido creciendo básicamente por un estrechamiento de las bases imponibles, lo que realmente grava Hacienda. Hasta el punto de que hoy España es unos de los cinco países que menos recauda de la Unión Europea, pese a que sus tipos impositivos se mantienen en línea con la media. Existe, por lo tanto, una paradoja: los españoles pagan tantos impuestos como los europeos (los que lo hacen), pero el Estado recauda mucho menos.
En el último informe de Eurostat sobre la posición fiscal de los 27 se ofrecen algunos datos terribles que deberían sonrojar a quienes han tenido alguna responsabilidad en la Hacienda pública durante los últimos años. Y en concreto a Solbes y Salgado, sin lugar a dudas, los peores ministros de Economía de la democracia. Resulta que de 27 países, tan sólo en Bulgaria, Letonia, Eslovaquia e Irlanda el Estado recauda menos que en España. Incluso las quebradas Grecia y Portugal, dos países intervenidos por la UE por una crisis fiscal del carajo de la vela, ingresan más que España. Un 39% del PIB en el primer caso y un 41,5% en el segundo. ¿Saben cuanto recauda nuestra Hacienda? Pues un nivel de país subdesarrollado pese a que los tipos impositivos son similares a los de Europa. Exactamente un 35,7% del producto interior bruto, casi nueve puntos menos que la UE.
Ladrillo e ingresos fiscales
Se dirá que la caída de la recaudación tiene que ver con el pinchazo del ‘ladrillo’, pero esa es una verdad a medias. Un país que ha tenido una burbuja inmobiliaria similar a la de España, como es el Reino Unido, con tipos impositivos más bajos, tiene unos ingresos fiscales equivalentes al 40,6% del PIB (cinco puntos más que España). Incluso Irlanda (con un boom del ladrillo superior al español) recauda prácticamente lo mismo pese a que, como todo el mundo sabe, es lo más parecido a un paraíso fiscal. Hasta Italia, donde la economía sumergida tiene un peso similar al español, recauda nada menos que el 46% de su PIB, casi once puntos más que España.
España es unos de los cinco países que menos recauda de la Unión Europea pese a que sus tipos impositivos se mantienen en línea con la media. Existe, por lo tanto, una paradoja: los españoles pagan tantos impuestos como los europeos, pero el Estado recauda mucho menos
La situación fiscal es tan esperpéntica que incluso en 2007 –todavía en plena orgía económica- España llegó a recaudar el 41,1% de su PIB, cuatro puntos menos que en la eurozona. No se trata, por lo tanto, de un problema nuevo ligado a la mala coyuntura económica que hubiera alimentado la inmersión empresarial en el mundo de la economía bastarda, sino que tiene raíces estructurales.
Sucede, sin embargo, que habitualmente el centro de gravedad del debate económico se traslada al gasto público (que sin duda hay que recortar), despreciando la evolución de los ingresos. Probablemente por esa enfermiza manía de establecer una relación mecánica entre tipos impositivos nominales (no los efectivos) y recaudación, ecuación que no siempre se demuestra, como se ha puesto de manifiesto con creces en las retenciones del capital.
Es en este contexto de crisis fiscal del Estado -que de alguna manera recuerda a la España de los Austrias- en el que el ministro-sindicalista-socialista Valeriano Gómez anuncia una amnistía para empresas que han sumergido a sus trabajadores privándoles de los derechos laborales más elementales. Pagándoles en negro y con la posibilidad de ponerlos en la calle sin indemnización ni finiquito alguno. Toma ya políticas de izquierdas.
El anuncio en cualquier otro país con instituciones que funcionen -el parlamento, los sindicatos o los empresarios, y no digamos los servicios de inspección- hubiera merecido una reacción popular, pero ahora se asume como una especie de ‘y qué más da…’, que en realidad sólo pone de relieve la existencia de una España que ha bajado los brazos y que ha caído en el conformismo más absoluto frente a cinco millones de parados.
Riesgo moral
No haría falta recordar, como ha escrito el profesor Argandoña, que cuando una empresa se sumerge ataca al conjunto de la sociedad porque omite el pago de impuestos, que son una forma importante de contribuir al bien común.
En medio de la campaña sobre la renta, cabe preguntarse por la legitimidad que tiene Hacienda para pedir a los contribuyentes que paguen sus impuestos cuando el Consejo de Ministros aprueba el perdón para los defraudares
Los empresarios en negro erosionan, asimismo, la legitimidad de las instituciones y se aprovechan de su situación en una economía de mercado, al adquirir ventajas ilegítimas respecto de sus competidores que sí pagan a Hacienda. En paralelo, sus trabajadores ni tienen protección social ni contribuyen a sus pensiones futuras, despojándoles de cualquier derecho reconocido por las leyes. Y por si esto fuera poco, los empresarios que utilizan empleo sumergido están obligados a falsear su contabilidad para que las cifras que presentan ante Hacienda sean creíbles. Además de socavar cualquier principio ético que entra de lleno en lo que los economistas denominan riesgo moral -moral hazard-, cuando los agentes económicos se comportan de una determinada manera porque saben en el fondo que los perjuicios de sus acciones los pagarán otros. Como ha sucedido con los protagonistas de la crisis financiera que ha arruinado a millones de familias.
Lo peor, con todo, es que ese comportamiento inmoral lo avala de alguna manera el Estado, y aquí está la corrupción del sistema. De manera cínica dice combatir el fraude, pero en realidad se aprovecha de él ya que permitiendo la existencia de bolsas de dinero negro se relajan las tensiones sociales. Es cierto que los ingresos fiscales y por cotizaciones caen, pero también el Estado se ahorra las prestaciones sociales y las empresas siguen vivas en un contexto difícil.
Es en este contexto en el que Moncloa aprueba una amnistía laboral que, sin duda, dará argumentos a futuros defraudadores. En medio de la campaña sobre la renta, cabe preguntarse por la legitimidad que tiene Hacienda para pedir a los contribuyentes que paguen sus impuestos cuando el Consejo de Ministros aprueba el perdón para los defraudares, que no tendrán que hacer frente a sanción alguna si afloran el empleo sumergido. ¿Se imaginan la que se hubiera armado si la Agencia Tributaria hace lo mismo con quienes tienen rentas ocultas al Fisco?
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