El Imparcial
Creíamos que era cosa del pasado, un pasado remoto y terrible, que nos transportaba al seiscientos europeo, como mucho, al pontificado de Pio IX y su cruzada contra el liberalismo. Sin embargo, lo estamos reviviendo hoy como una pesadilla: la condena de una desdichada mujer iraní a ser lapidada por un “delito” de adulterio o la decisión de una iglesia evangélica de Florida, Estados Unidos, de quemar ejemplares del Corán para conmemorar los atentados terroristas del 11-S, nos ha devuelto a los peores tiempos de intransigencia de las religiones monoteístas, desatando un agria polémica mundial y reabriendo el debate sobre las diferencias religiosas agresivas e irreconciliables.
El gesto del violento pastor americano representa un disparate y una provocación inútil, cuya repercusión resulta impredecible. La reacción por parte de extremistas islámicos podría ser desproporcionada, ya que el gesto podría ser interpretado como una “incitación” a la violencia: la iniciativa pone en peligro a las tropas desplegadas en Oriente Medio y a las embajadas estadounidenses en el mundo. Además, podría desencadenar una nueva crisis, como sucedió con las caricaturas de Mahoma o con las recientes polémicas sobre la posible construcción de una Mezquita en Ground Zero. En la época de la globalización con la libre circulación de información e imágenes, quemar un Corán en Estados Unidos, mofarse del profeta de una religión en Dinamarca, puede tener repercusión en cualquier parte del mundo de forma instantánea, provocando odio y enemistad.
A falta de pocos días para el 11 de septiembre, la sociedad civil occidental no debe caer en una “frenesí antimusulmán”, consciente de que los fanatismos y los fervores desatados son herencias de un pasado, anacrónico e impropio. El respeto de todas las creencias religiosas, la libertad de fe y la tolerancia, representan principios y valores innegociables. La intransigencia, la intolerancia y la violencia no pueden justificarse como respuesta a una ofensa. Eso cabe esperar de una sociedad que propugna el respeto a la dignidad de las personas y a su libertad de elección en materia religiosa. Por eso, tal como han hecho el Vaticano, la Unión Europea y el Gobierno de los Estados Unidos, debe ser condenado rotundamente cualquier intento de ofender a un determinado grupo religioso o el ultraje de un texto sagrado para cientos de millones de personas.
Sin embargo, no podemos obviar que las raíces de las diferencias que generan el conflicto son más profundas. No se trata de un problema de civilización o civismo, sino que existe más bien un problema cultural: se trata de una visión diferente de la religión, una secularización que el mundo occidental ya alcanzó en el siglo XIX y que contribuyó a una diferente evolución socio-política de su área. En Occidente la fe se vive como algo privado, que no condiciona cada aspecto de la vida de un sujeto ni establece las reglas y leyes. Varios ejemplos demuestran la diferencia entre el mundo occidental y el oriental -quizá el más emblemático sea el papel de la mujer como indican los incidentes en Melilla por la presencia de policías mujeres o la amenaza de lapidación de Sakineh Ashtianí, en Irán. Y a pesar de todo esto, el mundo occidental debe seguir abanderando la libertad religiosa y los avances en materia de derechos, sin caer en trampas mediáticas primitivas, retrogradas y violentas. Tolerancia y respeto son la base de una sociedad democrática a la que no se debe renunciar ni frente a un vil atentado terrorista como el sufrido en el 11 de septiembre de 2001.
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