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Un sol ardiente ilumina Puerto Príncipe y el panorama de la capital haitiana desde las alturas es engañoso. Después de una hora y media sobrevolando el espacio aéreo de la ciudad, la situación es de caos absoluto.
Desde el aire parece tranquila, como dormida. Desde la avioneta se puede divisar cómo los espacios públicos, parques, explanas e incluso en el estadio de fútbol americano, se agolpan miles de personas que se han quedado sin hogar. Los puntitos de colores (la ropa de los supervivientes) resaltan entre el monótono gris del hormigón derrumbado.
Aún quedan algunos focos de incendios aislados, aunque otros parecen estar llegando a su final. Hay uno al lado del ‘Campo de Marte’, muy cercano al mar Caribe y otros dos que resisten sus llamaradas a las afueras de la ciudad. Varias fragatas hacen guardia frente a la costa, ancladas en una mar azul celeste teñida de negro debido al petróleo derramado por algún depósito de combustible.
El espacio aéreo de la capital está saturado de avionetas, helicópteros y aviones de ayuda humanitaria. Todos quieren aterrizar en la única y pequeña pista. Mientras una extraña calma invade el aeropuerto y “sólo permiten aterrizar a vuelos de ayuda humanitaria”.
En tierra firme, dos gigantes aviones de las fuerzas de EEUU y de Bélgica desalojan a sus cooperantes y militares, y los bomberos franceses dan de comer a sus perros amaestrados.
Nadie pide papeles ni documentación, nadie controla absolutamente nada. La terminal está cerrada y la sensación entre los cientos de periodistas es la de sálvese quien pueda.
Los cascos azules inundan el aeropuerto de Puerto Príncipe, ciudad que resiste como puede encajonada entre montañas.
Mientras tanto, algún que otro haitiano deambula por la pista intentando arañar alguna ayuda de los efectivos que allí se encuentran.
Pillaje y altercados
Una de las principales preocupaciones con las que se encuentran las autoridades y servicios de cooperación es la de los asaltos y saboteos. Las horas pasan y los víveres escasean; la gente comienza a impacientarse, aún más si cabe, y asaltan supermercados.
El que se está llevando la peor parte es el de la ciudad de Delmas. Se trata de una gran superficie que está siendo saboteada por necesidad y la situación se antoja difícil de controlar.
La ayuda humanitaria llega con cuenta gotas, si se considera que las luces de la pista de aterrizaje del aeropuerto no funcionan. “Se supone que tienen que estar arregladas esta tarde”. Ese hecho hace que sea imposible que ningún aparato aterrice cuando se pone el sol. Las cuentas no salen cuando hay una franja de más de diez horas en las que no llegan efectivos de otros países, hecho que limita mucho las labores de estabilización y aprovisionamiento en Puerto Príncipe.
El temblor no ha entendido de clases sociales ni de religiones. Embajadas, hoteles (el único que queda en pie es el Caribean Convention Center) chabolas, iglesias… todo ha sucumbido al seísmo, y bajo los escombros yacen los cadáveres de senadores, cooperantes, ciudadanos haitianos, turistas o embajadores. Ningún otro factor más que la suerte ha podido evitar esta masacre anunciada sin cifras oficiales.
Desde el aire parece tranquila, como dormida. Desde la avioneta se puede divisar cómo los espacios públicos, parques, explanas e incluso en el estadio de fútbol americano, se agolpan miles de personas que se han quedado sin hogar. Los puntitos de colores (la ropa de los supervivientes) resaltan entre el monótono gris del hormigón derrumbado.
Entre tanta destrucción, son muchos los edificios que quedan en pie y no se ven vehículos circulando por las calles.
Aún quedan algunos focos de incendios aislados, aunque otros parecen estar llegando a su final. Hay uno al lado del ‘Campo de Marte’, muy cercano al mar Caribe y otros dos que resisten sus llamaradas a las afueras de la ciudad. Varias fragatas hacen guardia frente a la costa, ancladas en una mar azul celeste teñida de negro debido al petróleo derramado por algún depósito de combustible.
El espacio aéreo de la capital está saturado de avionetas, helicópteros y aviones de ayuda humanitaria. Todos quieren aterrizar en la única y pequeña pista. Mientras una extraña calma invade el aeropuerto y “sólo permiten aterrizar a vuelos de ayuda humanitaria”.
En tierra firme, dos gigantes aviones de las fuerzas de EEUU y de Bélgica desalojan a sus cooperantes y militares, y los bomberos franceses dan de comer a sus perros amaestrados.
Nadie pide papeles ni documentación, nadie controla absolutamente nada. La terminal está cerrada y la sensación entre los cientos de periodistas es la de sálvese quien pueda.
Los cascos azules inundan el aeropuerto de Puerto Príncipe, ciudad que resiste como puede encajonada entre montañas.
Mientras tanto, algún que otro haitiano deambula por la pista intentando arañar alguna ayuda de los efectivos que allí se encuentran.
Pillaje y altercados
Una de las principales preocupaciones con las que se encuentran las autoridades y servicios de cooperación es la de los asaltos y saboteos. Las horas pasan y los víveres escasean; la gente comienza a impacientarse, aún más si cabe, y asaltan supermercados.
El que se está llevando la peor parte es el de la ciudad de Delmas. Se trata de una gran superficie que está siendo saboteada por necesidad y la situación se antoja difícil de controlar.
La ayuda humanitaria llega con cuenta gotas, si se considera que las luces de la pista de aterrizaje del aeropuerto no funcionan. “Se supone que tienen que estar arregladas esta tarde”. Ese hecho hace que sea imposible que ningún aparato aterrice cuando se pone el sol. Las cuentas no salen cuando hay una franja de más de diez horas en las que no llegan efectivos de otros países, hecho que limita mucho las labores de estabilización y aprovisionamiento en Puerto Príncipe.
El temblor no ha entendido de clases sociales ni de religiones. Embajadas, hoteles (el único que queda en pie es el Caribean Convention Center) chabolas, iglesias… todo ha sucumbido al seísmo, y bajo los escombros yacen los cadáveres de senadores, cooperantes, ciudadanos haitianos, turistas o embajadores. Ningún otro factor más que la suerte ha podido evitar esta masacre anunciada sin cifras oficiales.
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