Juan Ramón Rallo - - Fin de año
Termina 2009, el año en que vivimos una crisis económica con toda intensidad. 2008 fue sólo la antesala, el período en que lo caduco se resistía a morir y lo nuevo no acababa de nacer. Teníamos grandes armatostes financieros, inmobiliarios o automovilísticos que debían desaparecer porque habían dejado de ser rentables y sólo sobrevivían por el crédito que seguían succionando, ya fuera por obra del Banco Central o de la banca privada.
La quiebra de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, lo cambió todo. La incertidumbre era de tal calibre, que los bancos dejaron directamente de prestar y muchas de las empresas superfluas tuvieron que enfrentarse a la dura realidad: no había suficiente crédito ni para que los consumidores siguieran comprando en el momento y pagando varios años (o varias décadas) después, ni para que las compañías que arrojaban persistentemente pérdidas sobrevivieran con cargo al endeudamiento hasta que llegaran tiempos mejores (si es que llegaban alguna vez).
Por eso la sequedad del crédito en el cuarto trimestre de 2008 provocó una cadena de quiebras empresariales que en buena medida llegó hasta 2009. De ahí, por ejemplo, que los meses negros para el desempleo tanto en España como en Estados Unidos fueran los últimos de 2008 y los primeros de 2009.
Toda esa purga, que en principio parecía implicar una destrucción masiva de riqueza, supuso en realidad un regreso a la normalidad. Toda la exhuberancia acumulada a lo largo de varios años –como evidencia de manera paradigmática el hecho de que España produjera 800.000 viviendas en 2006, más que Inglaterra, Alemania y Francia juntas– comenzó a desaparecer: si durante casi una década invertimos muchísimo más de lo que habíamos ahorrado, parece claro que llegamos a un punto (finales de 2007 y todo 2008) en el que había muchas más bocas demandando crédito que fondos suficientes para alimentarlas (por mucho que los bancos centrales trataran de inflar nuevamente su oferta con todo tipo de disparatados programas de refinanciación).
La conjunción de las quiebras y el desempleo aligeró la inasumible presión que existía sobre los escasos ahorros de la sociedad. Las familias desempleadas y las empresas concursadas dejaron de querer endeudarse y, en cambio, trataron de amortizar todo el exceso de deuda que habían acumulado. Dicho de otra manera: a lo largo de 2009, pese a que la oferta de crédito se tensionó, la demanda solvente del mismo se hundió. De ahí que el Libor y el Euribor se situaran (y sigan situados) en mínimos históricos precisamente durante este año: desaparecidos todos los malos deudores, la demanda de crédito baja y, por tanto, los tipos de interés se reducen.
Éste debería haber sido el año del inicio de la ansiada recuperación: habiendo cortado la cabeza a los excesos, el mercado de crédito podría empezar a normalizarse, los precios a ajustarse, las rentas infladas a minorarse y las malas inversiones a reubicarse por el resto de sectores productivos. Vamos, podríamos haber regresado a una estructura productiva proporcionada con capacidad para crecer y prosperar de manera sostenible a lo largo del tiempo.
Pero no, este proceso de ajuste, que podría haber tenido forma de V (caída y recuperación rapidísimas), se ha visto interrumpido, bloqueado, desviado y pervertido por nuestros intervencionistas gobiernos occidentales.
No es de extrañar, de todas formas. Aparte de su más que notorio sesgo keynesiano y de su aún más evidente ansia de aprovecharse de la crisis para medrar, una sociedad sin crédito aterroriza a cualquier gobernante. Si la gente no quiere endeudarse y los bancos no les incitan a ello, las ventas de numerosas empresas se desploman (muchas de ellas basan una parte muy importante de sus ingresos en las ventas a crédito), el consumo cae, las plantillas sufren recortes, los stocks de mercancías se acumulan, los precios se deprimen para tratar de dar salida a esos inventarios y el PIB no deja de caer.
Son las consecuencias inevitables del ajuste, al igual que la resaca suele serlo de una gran borrachera. Pero los gobernantes populistas se aterrorizan ante semejante escenario y pasan a emplearlo como excusa para justificar su intervencionismo. Nos venden que la economía pierde fuelle y que sin inyecciones de dinero público que estabilicen las expectativas y pongan fin al círculo vicioso caída del consumo-desempleo no veremos la luz al final del túnel. Y así sientan las bases para sacar adelante programas mastodónticos de gasto público, financiados con cargo al endeudamiento del Estado, para tratar de relanzar la demanda en la economía. Por eso en 2009, al tiempo que hemos asistido a la muy sana corrección de los mercados crediticios, hemos padecido las mayores emisiones de deuda pública de nuestra historia. Los gobiernos no han dejado de engordar, y casi todos los países occidentales se acercan a unos niveles de deuda pública sobre el PIB iguales al 100%, si es que no los han superado.
El pretexto político parece sencillo y lógico, pero no deja de ser un peligroso sofisma: si la gente y las empresas se niegan a endeudarse, a consumir, a adquirir viviendas a precios inflados, a incrementar sus carteras de activos antes de liquidar la deuda con la que adquirieron las malas inversiones pasadas, a reducir todavía más su consumo futuro a costa del consumo presente, entonces el Estado deberá hacerlo. Pero la corrección de la crisis debe pasar por lo contrario: por que la demanda de crédito se reduzca, la deuda acumulada se amortice, las empresas cuya rentabilidad depende de la inflación quiebren, las rentas (salariales y de otro tipo) derivadas de estas últimas compañías desaparezcan y los factores que las percibían se recoloquen; y, en definitiva, por que las distorsiones que generó desde 2001 la expansión crediticia de los sistemas bancarios occidentales se corrijan.
Los gobiernos sólo están tratando de sostener un edificio que se desmorona... y que debe desmoronarse para que se pueda construir sobre sus cimientos otro nuevo... que no se caiga. Con ello no sólo están retrasando la recuperación –los ajustes económicos–, también están hipotecando nuestras posibilidades de crecimiento para cuando la recuperación llegue.
En 2009 hemos experimentado la necesaria corrección de algunos de los desajustes acumulados, pero la desastrosa actuación de los gobiernos para evitar la parcialmente traumática –pero imprescindible– readaptación, comprando la mala y cara mercancía de los empresas al borde de la quiebra –o recolocando a los trabajadores para que produzcan toda clase de bienes innecesarios–, sólo ha distorsionado toda esa sana catarsis. Su actuación no ha hecho sino contribuir a retrasar lo inexorable y a agravar todavía más el estado de nuestra economía. Lo que el mercado ordena, el Estado lo enmaraña.
De ahí que muchos economistas estén hablando de una crisis en forma de W: en cuanto los gobiernos retiren sus programas de gasto público, sufriremos una caída de la demanda de los sectores en crisis como la de finales de 2008 y principios de 2009, pero corregida y aumentada. La única esperanza es que para entonces ya se hayan desarrollado los sectores que permitirán crear riqueza en el futuro, de modo que los destrozos de unos queden compensados con la pujanza de otros. Estados Unidos está mucho más cerca de este último escenario que España, pero en todo caso mucho más lejos de lo que estaría a día de hoy sin los suicidas paquetes de gasto público con que nos han castigado Obama, Zapatero, Merkel, Sarkozy...
El dinamismo del mercado ha permitido encarar la recuperación en 2009; la torpeza de los gobiernos sólo ha servido para añadir nuevas incertidumbres a nuestro futuro: han acumulado un brutal endeudamiento público improductivo, al tiempo que han impedido que la economía privada se corrija. Si bien 2010 podría haber sido el año del retorno a los ritmos vigorosos de crecimiento, ahora se teme que sea el testigo de la quiebra de varios Estados.
¿Serán capaces los mercados, los empresarios más perspicaces de nuestras sociedades, de despejar los negrísimos nubarrones que han colocado en el horizonte nuestros gobiernos? Mi apuesta personal es que así será en muchas partes del mundo, pero no en España. Sólo los más ricos pueden permitirse el lujo de correr con los gastos de gobiernos manirrotos.
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