Ha habido un momento en estos últimos dos meses en que me ha rondado, de nuevo, con insistencia insidiosa, esa desagradable sensación, certeza, en realidad, de que somos unos perdedores natos y de que nos hemos acostumbrado a perder tanto que hemos incluso sublimado el hecho de perder, mitificando la pérdida como un valor, algo que llevo repitiendo desde hace mucho tiempo y que algunos de mis compañeros no me perdonan, sobre todo, cuando me burlo descarnadamente de nuestra pasión y amor por “los perdedores”, en el cine, en la literatura, y, cómo no, en la política.
Esta vez, se trata de esa sensación, certeza, en realidad, de que somos unos auténticos pardillos cuando jugamos al juego de la representación y de la política en general; algo que he dejado escrito también ya en varias ocasiones, incluso en estas páginas, hace tiempo… Por eso me interesó tanto el invento de Podemos desde el principio, porque Pablo Iglesias, Monedero, Carolina Bescansa, Miguel Urbán y Errejón, entre otros, salieron desde el principio a ganar, y, cuando repetían que Podemos era una máquina electoral hecha para ganar, no solo les entendí, sino que me encantó la idea, pues, por fin, desde “nuestra parte” alguien entendía el juego de la representación y lo iba a jugar con las reglas bien aprendidas y asumidas desde el principio. Por ejemplo, que desde las instituciones y desde la representación misma no se hace la revolución (incluso que puedes reforzar con tus decisiones y alianzas a quienes la retrasan o no la quieren), que la revolución social y política es otra cosa, que se hace de otra manera, mediante estrategias y conductas que se oponen en muchos casos necesariamente a la representación misma.
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