En la era de la globalización, las comunicaciones y la diversidad cultural, encontramos más que nunca individuos que se sienten solos, falsedad en la información y rechazo de todo aquello que nos resulte extraño o diferente. Hace falta un cambio de sistema y hace falta que sea ya.
Qué duda cabe de que la actual mentalidad consumista- capitalista, una mezcla nefasta entre los principios propios de la moral liberal y el liberalismo económico, es una máquina potencial de dar vida a individuos llenos de valores ilusorios y necesidades falsas, pero lamentablemente vacíos de proyectos filosóficos que den sentido a sus vidas más allá de las meras aspiraciones de supervivencia social y biológica, en el marco de lo impuesto por la simbología consumista/capitalista.
La búsqueda de sentido propia de todo ser humano, en nuestra actual sociedad se ve así, en apariencia, satisfecha por la progresiva realización individual de las exigencias propias de nuestra sociedad, exigencias éstas orientadas por una moralidad colectiva absolutamente preocupada por las meras apariencias, y un sin fin de necesidades falsas autocreadas, a través de la publicidad, por el propio sistema económico, y en cuya satisfacción reside buena parte de la felicidad del hombre de hoy en el mundo occidental.
Este vacío generalizado de búsqueda del sentido más allá de lo puramente aparente y de lo material, es decir, esta sumisión del sujeto a los valores morales y culturales impuestos por el sistema como supuestos medios para la realización personal, permite que se desarrolle una conciencia competitiva, propia de un sistema económico que propugna el éxito individual a toda costa, que nace, crece y se reproduce a diario en cada uno de nosotros; haciendo suya nuestra vida ante la comunidad y arrastrándonos sutilmente al egocentrismo y al individualismo más rancio.
Bien es cierto que la comparación con el prójimo es un acto subjetivo dado por igual en todas y cada una de las culturas existentes sobre la faz de la tierra, desde la más primitivas a las más desarrolladas tecnológicamente hablando.
Pero esta comparación, que en otros modelos sociales menos desarrollados tiene como objetivo garantizar el progreso de la comunidad, su correcta evolución en positivo y en favor del global del ente social y de cada uno de sus individuos por separado, en nuestra actual civilización occidental toma un claro tono competitivo que induce al individuo a utilizar todo tipo de artimañas para alcanzar el objetivo fijado: ser de una manera u otra superior a tu vecino.
Sin duda, aunque pueda parecer chocante, el gran culpable de todo esto lo podemos encontrar en primera instancia en nuestro propio proceso de socialización, que, bajo la excusa de servir como base al desarrollo de nuestro aprendizaje, es claramente un arma de manipulación y control social cuyo fin último es asegurar el buen funcionamiento de la sociedad, o lo que viene a ser lo mismo, el mantenimiento de los poderes fácticos que gobiernan el estado y del buen discurrir del ciclo consumista-capitalista. El aprendizaje social de los sujetos de hoy, lejos de ser un reflejo de la espontaneidad histórica en el desarrollo de una cultura, es, más que nunca, un proceso absolutamente controlado por la mano del poder social establecido, y plenamente orientado hacia la sumisión y la alienación del individuo a la sociedad del consumo, a las garras del capitalismo.
No se nos educa para ser ciudadanos, se nos educa para ser siervos del sistema. Los estereotipos sociales, las reglas de comportamiento en sociedad, "la buena educación", la moral consumista, los valores estéticos, y todas las demás patrañas heredadas de la enseñanza social, nos marcan desde la cuna el camino a seguir para, supuestamente, que cada persona pueda ser feliz consigo mismo, aunque todo ello, en la mayoría de casos, en realidad no sea más que un aprendizaje de cómo vincular nuestra felicidad al juicio externo, con la fragilidad que ello conlleva para la verdadera consecución del objetivo fijado.
Como consecuencia de ello, toda acción toma un sentido cuando puede ser mostrada al prójimo, pero carece del mismo cuando solo tiene como objetivo la autorrealización personal. Este tipo de actitudes nos hacen encontramos ante un mundo masificado de gente de modales distinguidos, pero que ocultan tras su buen hacer y comportamiento un vacío intransigente, dando pie con ello a la falta de compromiso respecto de los demás, algo, desgraciadamente, tan característico de nuestros días. Castoriadis lo llamó "privatización".
La vida, que ciertamente se puede entender, dentro de esta mentalidad competitiva y egoísta, como una partida con victorias y derrotas, tiene un desarrollo al más puro estilo de una vil secuela ficticia de una película desmesuradamente presupuestada. Su director: la falsedad; su guionista: la hipocresía; sus actores: tú, yo, todos juntos. Triste pero cierto. Por más que se nos quiera revestir de derechos y libertades nuestra actual civilización, lo cierto es que nuestra sociedad es, hoy como ayer, una cárcel para la libertad del individuo. Somos esclavos de nuestras necesidades; siempre lo hemos sido de las biológicas, pero ahora, tal vez por primera vez en la historia, lo somos en mayor grado de las sociales, estando sometidos a multitud de falsas necesidades comerciales, y adormecidos por los efectos opiáceos de la publicidad y sus promesas de éxito social y demás oníricas fantasías.
El progreso científico-tecnológico ha traído mayor abundancia en la producción de bienes primarios, mayor facilidad para el acceso a la satisfacción de los mismos, pero también ha traído tras de sí un sometimiento sin precedentes del hombre a sus posesiones, del sujeto a sus pertenencias. Lo que poseemos ha acabado poseyéndonos, como bien dice Brad Pitt en una secuencia de la película “el club de la lucha”.
No obstante, si pretendemos tener una visión no simplista de la situación y analizar la raíz del asunto, es evidente que no se puede culpar al individuo de hoy de la actual situación, ni tan siquiera podemos culpar al individuo de ayer, ni al de antes de ayer, pues todo esto no es más que una consecuencia directa de un problema de base, nacido en el mismo día en que triunfó la revolución ilustrada, dando vida a la sociedad liberal burguesa, y con ello al inicio de la expansión del capitalismo liberal. En el mismo momento en que se vincula al hombre con el fruto de su trabajo y con su capacidad de consumo, se le convierte en una cifra que adorna las estadísticas macroeconómicas, arrebatándole con ello su personalidad soberana dentro del conjunto global de la humanidad, pero eso sí, una cifra a la cual se le debe hablar directamente, de tú a tú, para que cuadren las cuentas.
Para la economía somos una cifra, pero para la publicidad, para los ideólogos del sometimiento del individuo al sistema, somos una persona que ve y oye, que siente y padece, que trabaja y compra. Bajo el pretexto del desarrollo racional y científico, la gran burguesía dominante ha sabido sabiamente asumir su papel de líder político, económico y social, desarrollando todo un complejo sistema de relaciones sociales que garantiza eficazmente la estabilidad de sus status.
En la era de la globalización, las comunicaciones y la diversidad cultural, encontramos más que nunca individuos que se sienten solos, falsedad en la información y rechazo de todo aquello que nos resulte extraño o diferente. En la época de la abundancia, hay más personas hambrientas que nunca antes.
Aun sumidos en la masa estamos solos frente al mundo, somos el centro de la nada. Hemos perdido el sentimiento de pertenencia a una comunidad propio de las sociedades religiosas, el cual lo hemos sustituido por la creencia de pertenecer a un mundo globalizado donde cada cual ha de luchar por poner sus intereses a salvo. Vagones de metro llenos hasta la bandera donde nadie habla con nadie, y donde a lo más estamos preocupados por analizar sexualmente al objeto de nuestro deseo (¡qué buena está esa rubia!) o por desconfiar de aquellos cuyo estereotipo nos resulte peligroso (¡cuidado con este de aquí al lado que no me gusta su aspecto y no vaya a ser que me robe la cartera!).
Nuestra única identidad colectiva es aquella que el mercado determina como tal, con sus iconos y marcas, con la valoración y jerarquización social que tales símbolos expresan, la cual respetamos como auténtico dogma de fe.
Tristemente asumimos que somos sujetos sin clase, ciudadanos que no pertenecen a ningún grupo social combativo, sin aspiraciones de cambio, más allá del cambio en los objetos de consumo impuestos por la publicidad al servicio del sistema, al servicio de los intereses de la alta burguesía. Trabaja y consume, compra lo que te digamos, mete tu dinero en nuestros bancos, paga nuestras hipotecas, degusta los productos de nuestras multinacionales, y si te sobra algo, ahorra o, todavía mejor, invierte en nuestra bolsa. Pero, eso sí, nada de sentirte diferente a nosotros, tú y yo estamos en el mismo bando, aunque por el aspecto de tu vecino de enfrente puedas pensar que él no. Palabras éstas que no tienen nombres y apellidos, pero que constantemente se nos dicen desde los labios de los hombres y mujeres que manejan el estado, que controlan el ciclo económico, y en cuyas cuentas bancarias, cada vez más vertiginosas, redundan finalmente los beneficios generados por el sudor de nuestro trabajo.
El gran logro de la alta burguesía ha sido, sin duda, hacer que el sujeto de clase obrera, o el pequeño empresario, o el marginado social, se miren entre sí con recelo, pero a la hora de mirar hacia ellos, lo hagan con admiración y respeto, la admiración y el respeto que nace de la envidia que les tenemos. Y es que desde críos los hemos visto en las pantallas de nuestros televisores y hemos deseado profundamente poder llegar donde están ellos, y hasta hemos creído que así sería, achacando luego nuestro fracaso a la mala suerte o a la falta de talento. Por eso creemos que nuestro enemigo social es aquel que pretende robarnos la cartera en un metro, que en su desgracia o su falta de talento ha caído aún más bajo que nosotros, o aquel cuya pinta no nos satisface y pretende ennoviarse con nuestra hija, o el compañero de trabajo que recibe un ascenso, o el seguidor de un equipo de fútbol contrario al nuestro, pero nunca ellos. Ellos son lo que nosotros desearíamos ser en lo más profundo de nuestro ser, ellos, por tanto, son nuestros amigos, son como la luz que ilumina nuestro camino, la meta final a la cual aspiramos, aunque cada vez los veamos más lejanos.
A nivel moral, el ansia de libertad y el uso de la razón perseguido por el espíritu ilustrado, ha contribuido paulatinamente a la aparición de sistemas jurídicos comprometidos con el respeto a los derechos humanos y la libertad de acción y expresión. Lamentablemente también es un progreso limitado a una minoría de naciones del mundo, e incluso dentro de aquellos países privilegiados, las más de las veces falseado por las desigualdades sociales y la aparición de actitudes de rechazo mutuo entre los propios miembros de sus sociedades, así como por la represión que el estado ejerce sobre aquellos disidentes que no se pliegan a la “norma social”.
La auténtica realidad es que los intereses políticos y económicos están por encima del respeto a la libertad del individuo e incluso por encima del respeto a la dignidad humana, lo que en cierta medida cohíbe la implantación real y efectiva de tal desarrollo legislativo. Somos libres siempre y cuando no decidamos emplear esta "libertad" para ir contra el sistema establecido y sus mecanismos de control y defensa. Porque, en caso de intentarlo, entonces caerá sobre nosotros todo el peso de los diversos mecanismos de control del sistema, desde los mediáticos, hasta los militares y policiales, pasando evidentemente por los jurídicos. Solo si no te mueves, no sentirás las cadenas.
El sistema capitalista sabe defenderse, de eso no nos quepa la menor duda. Frente a los sistemas totalitarios fascistas que utilizaban la orden (la orden de capturar, encarcelar y asesinar al disidente), el sistema capitalista utiliza el orden. El orden, además, en un doble sentido. Orden en cuanto a la asignación de papeles de cada individuo dentro de la sociedad, y orden en cuanto a los comportamientos asignados por el sistema a cada individuo según su papel dentro del orden social. Evidentemente, el sistema no guarda el mismo papel para un trabajador autoconsiderado de clase media, que para un alto ejecutivo, o para un integrante de una familia de clase obrera tradicional, o para un habitante de los suburbios, prácticamente excluido del entramado social.
Aunque las leyes son, supuestamente, iguales para todos, la mentalidad cultural en la que se desarrollan cada uno de estos sujetos no es igual de exigente moralmente para todos ellos; cada cual tendrá su propio sistema de valores heredado en consonancia con el ambiente en que crezca y se desenvuelva. En definitiva, aunque todos formamos parte de una misma sociedad, el sistema se encarga de controlar de manera diferente a cada uno de nosotros según la clase social a la que pertenezcamos, y el potencial riesgo revolucionario que en ella se encierre.
Por volver a la vieja terminología del marxismo, aunque supuestamente existan clases bajas, clases medias, y clases altas, finalmente, hoy como ayer, podemos reducir esta sistematización a la diferencia entre clases privilegiadas (alta burguesía y trabajadores de altos ingresos) y clases explotadas (clases medias y clases bajas, es decir, el proletariado más una gran mayoría de profesionales liberales y pequeños propietarios). Tal vez, una forma simple pero efectiva de poder establecer una división correcta entre unos y otros, sería tomar como referencia la capacidad que tiene cada cual para vivir sin ser un esclavo del sistema, es decir, para vivir sin necesidad de tener que mirar cada mes a la cuenta del banco para poder pagar los gastos propios de la vida del día a día.
Todo aquel que dependa del salario de su trabajo, o de los beneficios de su pequeña empresa para poder hacer frente a los gastos de la vida, es un sujeto explotado por el sistema. Por muy bien que le vayan las cosas, si mañana se queda sin su fuente de ingreso, se queda sin nada, lo pierde todo, por tanto, es un esclavo del sistema, frente a quienes acumulan inmensas cantidades de capital monetario o patrimonial para hacer frente a las posibles malas jugadas del destino.
Que no nos engañen más; el señor Botín y similares no necesitan de sus actividades económicas para hacer frente a los gastos de la vida, por más que sus negocios dejaran de producir, la acumulación de capital que poseen es tal, que podrían vivir perfectamente hasta el final de sus días, y no solo ellos, si no su sucesivas generaciones. Si cada mañana te tienes que levantar para ir al trabajo so pena de perder todo lo que tienes si no lo haces, entonces, no te quepa duda, eres un esclavo del sistema, tu libertad se limita a hacer lo que debes para mantener tus posesiones (“tus posesione acabarán poseyéndote”) y si no tienes ninguna pertenencia pues, simplemente, para llenar tu barriga a diario.
Pero, irónicamente, quienes más dependen del sistema son los miembros de la alta burguesía. Ellos realmente son los verdaderos esclavos del sistema pues un sistema económico como el que tenemos en la actualidad permite que existan desigualdades tan abismales entre unos miembros y otros, pero no con todos los posibles sistemas sería así, y, por tanto, son esclavos del capitalismo en tanto y cuanto una posible revolución que les dejara sin sus propiedades, les dejaría sin nada.
De esta manera ya tenemos una primera conclusión evidente: La alta burguesía es antirrevolucionaria, ya que cualquier cambio en el sistema económico podría acabar con sus privilegios. Es decir, de todos los miembros de la sociedad, es la alta burguesía la única clase social no interesada en cambio alguno del sistema económico, ya que sus privilegios sociales y económicos dependen del mantenimiento de éste. Aunque, cabe matizar, el problema no es que una persona dependa del fruto de su trabajo para subsistir, que esto, al fin y al cabo, es algo inherente a la condición humana y propio de cualquier sociedad que se precie, el problema es que, con este sistema, la esclavitud a la que esta personas están sometidos, redunda no en su propio beneficio, no en el beneficio global de la sociedad, sino, fundamentalmente, en el beneficio de unos pocos privilegiados que acumulan inmensas cantidades de capital monetario y patrimonial, a consecuencia de la explotación que es inherente a esta esclavitud del sujeto respecto de su trabajo. Es decir, mientras que la mayoría de nosotros necesitamos de nuestro trabajo para subsistir, gracias al beneficio ocasionado por nuestro trabajo y nuestro consumo existen personas que no se encuentran en esta misma situación, sino que viven “como reyes”, y que tienen absolutamente garantizada su subsistencia y la de sus próximas generaciones aun cuando sus ingresos dejaran de producirse, salvo, como he dicho antes, que se produzca una revolución que traiga consigo un cambio en el sistema económico que acabe con sus privilegios y les arrebate lo que en esencia pertenece al fruto del trabajo de las clases explotadas, esto es, su capital acumulado.
Por ello, una revolución debería, de mínimo, equiparar la situación de todos los miembros de la sociedad bajo estos criterios de reparto de la riqueza, es decir, o todos podemos vivir sin necesidad de depender del fruto de nuestro trabajo para llegar a fin de mes y garantizar nuestra subsistencia, lo cual es imposible, o todos debemos vivir siendo esclavos de nuestro trabajo, salvo aquellos que, por los motivos justificados que fueran, no pudieran tener acceso a un trabajo con el que ganarse la vida. Como digo, la primera situación es absolutamente impensable, ya que el trabajo es necesario para la producción de riqueza, y no existen recursos suficientes, no al menos a día de hoy con el desarrollo técnico de los medios de producción existentes, como para lograr que toda la humanidad pueda acumular suficiente capital como para no depender de su trabajo para vivir. Por tanto, siendo realistas, la única revolución posible pasa por instaurar un sistema económico donde todas y cada una de las personas dependan del fruto de su trabajo para vivir, cada cual en su ámbito según sus propias actitudes y capacidades, pero finalmente todos iguales en el sentido de pertenecer a una misma clase social: la clase trabajadora. Un sistema basado en aquello de "de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades".
¿Hace falta dar más pistas?
Es evidente que el mundo actual esta al borde del abismo, que el sistema capitalista cada vez trae peores consecuencias a la existencia humana y al mundo en general. Sería injusto acusar solamente a la acción del imperialismo norteamericano de tal situación, aunque evidentemente sean los mayores responsables. Pero, por encima de un estado u otro, de un imperio u otro, el gran problema del mundo, ahora más que nunca, es el propio sistema capitalista. El capitalismo es un mega monstruo que ha tomado vida propia, verdaderamente difícil de parar. No existe hombre en el mundo con el poder suficiente como para tomar las riendas del monstruo. El capitalismo galopa y galopa desbocado hacia su propia destrucción o la destrucción-toquemos madera- de la humanidad en su conjunto. Las guerras imperialistas - que ahora parecen que se han vuelto a poner de moda-, la pobreza cada vez más extrema, las crecientes desigualdades entre los países pobres y los países ricos, las desigualdades sociales dentro de los propios países supuestamente desarrollados, el uso mercantilista de bienes y servicios tan básicos como la sanidad, los productos farmacéuticos, la educación o la alimentación, no pueden conducir a la humanidad a nada bueno.
Solo una verdadera revolución puede salvarnos de las muchas tragedias que están por venir de la mano del monstruo capitalista.
Socialismo o Barbarie.
kaosenlared
La búsqueda de sentido propia de todo ser humano, en nuestra actual sociedad se ve así, en apariencia, satisfecha por la progresiva realización individual de las exigencias propias de nuestra sociedad, exigencias éstas orientadas por una moralidad colectiva absolutamente preocupada por las meras apariencias, y un sin fin de necesidades falsas autocreadas, a través de la publicidad, por el propio sistema económico, y en cuya satisfacción reside buena parte de la felicidad del hombre de hoy en el mundo occidental.
Este vacío generalizado de búsqueda del sentido más allá de lo puramente aparente y de lo material, es decir, esta sumisión del sujeto a los valores morales y culturales impuestos por el sistema como supuestos medios para la realización personal, permite que se desarrolle una conciencia competitiva, propia de un sistema económico que propugna el éxito individual a toda costa, que nace, crece y se reproduce a diario en cada uno de nosotros; haciendo suya nuestra vida ante la comunidad y arrastrándonos sutilmente al egocentrismo y al individualismo más rancio.
Bien es cierto que la comparación con el prójimo es un acto subjetivo dado por igual en todas y cada una de las culturas existentes sobre la faz de la tierra, desde la más primitivas a las más desarrolladas tecnológicamente hablando.
Pero esta comparación, que en otros modelos sociales menos desarrollados tiene como objetivo garantizar el progreso de la comunidad, su correcta evolución en positivo y en favor del global del ente social y de cada uno de sus individuos por separado, en nuestra actual civilización occidental toma un claro tono competitivo que induce al individuo a utilizar todo tipo de artimañas para alcanzar el objetivo fijado: ser de una manera u otra superior a tu vecino.
Sin duda, aunque pueda parecer chocante, el gran culpable de todo esto lo podemos encontrar en primera instancia en nuestro propio proceso de socialización, que, bajo la excusa de servir como base al desarrollo de nuestro aprendizaje, es claramente un arma de manipulación y control social cuyo fin último es asegurar el buen funcionamiento de la sociedad, o lo que viene a ser lo mismo, el mantenimiento de los poderes fácticos que gobiernan el estado y del buen discurrir del ciclo consumista-capitalista. El aprendizaje social de los sujetos de hoy, lejos de ser un reflejo de la espontaneidad histórica en el desarrollo de una cultura, es, más que nunca, un proceso absolutamente controlado por la mano del poder social establecido, y plenamente orientado hacia la sumisión y la alienación del individuo a la sociedad del consumo, a las garras del capitalismo.
No se nos educa para ser ciudadanos, se nos educa para ser siervos del sistema. Los estereotipos sociales, las reglas de comportamiento en sociedad, "la buena educación", la moral consumista, los valores estéticos, y todas las demás patrañas heredadas de la enseñanza social, nos marcan desde la cuna el camino a seguir para, supuestamente, que cada persona pueda ser feliz consigo mismo, aunque todo ello, en la mayoría de casos, en realidad no sea más que un aprendizaje de cómo vincular nuestra felicidad al juicio externo, con la fragilidad que ello conlleva para la verdadera consecución del objetivo fijado.
Como consecuencia de ello, toda acción toma un sentido cuando puede ser mostrada al prójimo, pero carece del mismo cuando solo tiene como objetivo la autorrealización personal. Este tipo de actitudes nos hacen encontramos ante un mundo masificado de gente de modales distinguidos, pero que ocultan tras su buen hacer y comportamiento un vacío intransigente, dando pie con ello a la falta de compromiso respecto de los demás, algo, desgraciadamente, tan característico de nuestros días. Castoriadis lo llamó "privatización".
La vida, que ciertamente se puede entender, dentro de esta mentalidad competitiva y egoísta, como una partida con victorias y derrotas, tiene un desarrollo al más puro estilo de una vil secuela ficticia de una película desmesuradamente presupuestada. Su director: la falsedad; su guionista: la hipocresía; sus actores: tú, yo, todos juntos. Triste pero cierto. Por más que se nos quiera revestir de derechos y libertades nuestra actual civilización, lo cierto es que nuestra sociedad es, hoy como ayer, una cárcel para la libertad del individuo. Somos esclavos de nuestras necesidades; siempre lo hemos sido de las biológicas, pero ahora, tal vez por primera vez en la historia, lo somos en mayor grado de las sociales, estando sometidos a multitud de falsas necesidades comerciales, y adormecidos por los efectos opiáceos de la publicidad y sus promesas de éxito social y demás oníricas fantasías.
El progreso científico-tecnológico ha traído mayor abundancia en la producción de bienes primarios, mayor facilidad para el acceso a la satisfacción de los mismos, pero también ha traído tras de sí un sometimiento sin precedentes del hombre a sus posesiones, del sujeto a sus pertenencias. Lo que poseemos ha acabado poseyéndonos, como bien dice Brad Pitt en una secuencia de la película “el club de la lucha”.
No obstante, si pretendemos tener una visión no simplista de la situación y analizar la raíz del asunto, es evidente que no se puede culpar al individuo de hoy de la actual situación, ni tan siquiera podemos culpar al individuo de ayer, ni al de antes de ayer, pues todo esto no es más que una consecuencia directa de un problema de base, nacido en el mismo día en que triunfó la revolución ilustrada, dando vida a la sociedad liberal burguesa, y con ello al inicio de la expansión del capitalismo liberal. En el mismo momento en que se vincula al hombre con el fruto de su trabajo y con su capacidad de consumo, se le convierte en una cifra que adorna las estadísticas macroeconómicas, arrebatándole con ello su personalidad soberana dentro del conjunto global de la humanidad, pero eso sí, una cifra a la cual se le debe hablar directamente, de tú a tú, para que cuadren las cuentas.
Para la economía somos una cifra, pero para la publicidad, para los ideólogos del sometimiento del individuo al sistema, somos una persona que ve y oye, que siente y padece, que trabaja y compra. Bajo el pretexto del desarrollo racional y científico, la gran burguesía dominante ha sabido sabiamente asumir su papel de líder político, económico y social, desarrollando todo un complejo sistema de relaciones sociales que garantiza eficazmente la estabilidad de sus status.
En la era de la globalización, las comunicaciones y la diversidad cultural, encontramos más que nunca individuos que se sienten solos, falsedad en la información y rechazo de todo aquello que nos resulte extraño o diferente. En la época de la abundancia, hay más personas hambrientas que nunca antes.
Aun sumidos en la masa estamos solos frente al mundo, somos el centro de la nada. Hemos perdido el sentimiento de pertenencia a una comunidad propio de las sociedades religiosas, el cual lo hemos sustituido por la creencia de pertenecer a un mundo globalizado donde cada cual ha de luchar por poner sus intereses a salvo. Vagones de metro llenos hasta la bandera donde nadie habla con nadie, y donde a lo más estamos preocupados por analizar sexualmente al objeto de nuestro deseo (¡qué buena está esa rubia!) o por desconfiar de aquellos cuyo estereotipo nos resulte peligroso (¡cuidado con este de aquí al lado que no me gusta su aspecto y no vaya a ser que me robe la cartera!).
Nuestra única identidad colectiva es aquella que el mercado determina como tal, con sus iconos y marcas, con la valoración y jerarquización social que tales símbolos expresan, la cual respetamos como auténtico dogma de fe.
Tristemente asumimos que somos sujetos sin clase, ciudadanos que no pertenecen a ningún grupo social combativo, sin aspiraciones de cambio, más allá del cambio en los objetos de consumo impuestos por la publicidad al servicio del sistema, al servicio de los intereses de la alta burguesía. Trabaja y consume, compra lo que te digamos, mete tu dinero en nuestros bancos, paga nuestras hipotecas, degusta los productos de nuestras multinacionales, y si te sobra algo, ahorra o, todavía mejor, invierte en nuestra bolsa. Pero, eso sí, nada de sentirte diferente a nosotros, tú y yo estamos en el mismo bando, aunque por el aspecto de tu vecino de enfrente puedas pensar que él no. Palabras éstas que no tienen nombres y apellidos, pero que constantemente se nos dicen desde los labios de los hombres y mujeres que manejan el estado, que controlan el ciclo económico, y en cuyas cuentas bancarias, cada vez más vertiginosas, redundan finalmente los beneficios generados por el sudor de nuestro trabajo.
El gran logro de la alta burguesía ha sido, sin duda, hacer que el sujeto de clase obrera, o el pequeño empresario, o el marginado social, se miren entre sí con recelo, pero a la hora de mirar hacia ellos, lo hagan con admiración y respeto, la admiración y el respeto que nace de la envidia que les tenemos. Y es que desde críos los hemos visto en las pantallas de nuestros televisores y hemos deseado profundamente poder llegar donde están ellos, y hasta hemos creído que así sería, achacando luego nuestro fracaso a la mala suerte o a la falta de talento. Por eso creemos que nuestro enemigo social es aquel que pretende robarnos la cartera en un metro, que en su desgracia o su falta de talento ha caído aún más bajo que nosotros, o aquel cuya pinta no nos satisface y pretende ennoviarse con nuestra hija, o el compañero de trabajo que recibe un ascenso, o el seguidor de un equipo de fútbol contrario al nuestro, pero nunca ellos. Ellos son lo que nosotros desearíamos ser en lo más profundo de nuestro ser, ellos, por tanto, son nuestros amigos, son como la luz que ilumina nuestro camino, la meta final a la cual aspiramos, aunque cada vez los veamos más lejanos.
A nivel moral, el ansia de libertad y el uso de la razón perseguido por el espíritu ilustrado, ha contribuido paulatinamente a la aparición de sistemas jurídicos comprometidos con el respeto a los derechos humanos y la libertad de acción y expresión. Lamentablemente también es un progreso limitado a una minoría de naciones del mundo, e incluso dentro de aquellos países privilegiados, las más de las veces falseado por las desigualdades sociales y la aparición de actitudes de rechazo mutuo entre los propios miembros de sus sociedades, así como por la represión que el estado ejerce sobre aquellos disidentes que no se pliegan a la “norma social”.
La auténtica realidad es que los intereses políticos y económicos están por encima del respeto a la libertad del individuo e incluso por encima del respeto a la dignidad humana, lo que en cierta medida cohíbe la implantación real y efectiva de tal desarrollo legislativo. Somos libres siempre y cuando no decidamos emplear esta "libertad" para ir contra el sistema establecido y sus mecanismos de control y defensa. Porque, en caso de intentarlo, entonces caerá sobre nosotros todo el peso de los diversos mecanismos de control del sistema, desde los mediáticos, hasta los militares y policiales, pasando evidentemente por los jurídicos. Solo si no te mueves, no sentirás las cadenas.
El sistema capitalista sabe defenderse, de eso no nos quepa la menor duda. Frente a los sistemas totalitarios fascistas que utilizaban la orden (la orden de capturar, encarcelar y asesinar al disidente), el sistema capitalista utiliza el orden. El orden, además, en un doble sentido. Orden en cuanto a la asignación de papeles de cada individuo dentro de la sociedad, y orden en cuanto a los comportamientos asignados por el sistema a cada individuo según su papel dentro del orden social. Evidentemente, el sistema no guarda el mismo papel para un trabajador autoconsiderado de clase media, que para un alto ejecutivo, o para un integrante de una familia de clase obrera tradicional, o para un habitante de los suburbios, prácticamente excluido del entramado social.
Aunque las leyes son, supuestamente, iguales para todos, la mentalidad cultural en la que se desarrollan cada uno de estos sujetos no es igual de exigente moralmente para todos ellos; cada cual tendrá su propio sistema de valores heredado en consonancia con el ambiente en que crezca y se desenvuelva. En definitiva, aunque todos formamos parte de una misma sociedad, el sistema se encarga de controlar de manera diferente a cada uno de nosotros según la clase social a la que pertenezcamos, y el potencial riesgo revolucionario que en ella se encierre.
Por volver a la vieja terminología del marxismo, aunque supuestamente existan clases bajas, clases medias, y clases altas, finalmente, hoy como ayer, podemos reducir esta sistematización a la diferencia entre clases privilegiadas (alta burguesía y trabajadores de altos ingresos) y clases explotadas (clases medias y clases bajas, es decir, el proletariado más una gran mayoría de profesionales liberales y pequeños propietarios). Tal vez, una forma simple pero efectiva de poder establecer una división correcta entre unos y otros, sería tomar como referencia la capacidad que tiene cada cual para vivir sin ser un esclavo del sistema, es decir, para vivir sin necesidad de tener que mirar cada mes a la cuenta del banco para poder pagar los gastos propios de la vida del día a día.
Todo aquel que dependa del salario de su trabajo, o de los beneficios de su pequeña empresa para poder hacer frente a los gastos de la vida, es un sujeto explotado por el sistema. Por muy bien que le vayan las cosas, si mañana se queda sin su fuente de ingreso, se queda sin nada, lo pierde todo, por tanto, es un esclavo del sistema, frente a quienes acumulan inmensas cantidades de capital monetario o patrimonial para hacer frente a las posibles malas jugadas del destino.
Que no nos engañen más; el señor Botín y similares no necesitan de sus actividades económicas para hacer frente a los gastos de la vida, por más que sus negocios dejaran de producir, la acumulación de capital que poseen es tal, que podrían vivir perfectamente hasta el final de sus días, y no solo ellos, si no su sucesivas generaciones. Si cada mañana te tienes que levantar para ir al trabajo so pena de perder todo lo que tienes si no lo haces, entonces, no te quepa duda, eres un esclavo del sistema, tu libertad se limita a hacer lo que debes para mantener tus posesiones (“tus posesione acabarán poseyéndote”) y si no tienes ninguna pertenencia pues, simplemente, para llenar tu barriga a diario.
Pero, irónicamente, quienes más dependen del sistema son los miembros de la alta burguesía. Ellos realmente son los verdaderos esclavos del sistema pues un sistema económico como el que tenemos en la actualidad permite que existan desigualdades tan abismales entre unos miembros y otros, pero no con todos los posibles sistemas sería así, y, por tanto, son esclavos del capitalismo en tanto y cuanto una posible revolución que les dejara sin sus propiedades, les dejaría sin nada.
De esta manera ya tenemos una primera conclusión evidente: La alta burguesía es antirrevolucionaria, ya que cualquier cambio en el sistema económico podría acabar con sus privilegios. Es decir, de todos los miembros de la sociedad, es la alta burguesía la única clase social no interesada en cambio alguno del sistema económico, ya que sus privilegios sociales y económicos dependen del mantenimiento de éste. Aunque, cabe matizar, el problema no es que una persona dependa del fruto de su trabajo para subsistir, que esto, al fin y al cabo, es algo inherente a la condición humana y propio de cualquier sociedad que se precie, el problema es que, con este sistema, la esclavitud a la que esta personas están sometidos, redunda no en su propio beneficio, no en el beneficio global de la sociedad, sino, fundamentalmente, en el beneficio de unos pocos privilegiados que acumulan inmensas cantidades de capital monetario y patrimonial, a consecuencia de la explotación que es inherente a esta esclavitud del sujeto respecto de su trabajo. Es decir, mientras que la mayoría de nosotros necesitamos de nuestro trabajo para subsistir, gracias al beneficio ocasionado por nuestro trabajo y nuestro consumo existen personas que no se encuentran en esta misma situación, sino que viven “como reyes”, y que tienen absolutamente garantizada su subsistencia y la de sus próximas generaciones aun cuando sus ingresos dejaran de producirse, salvo, como he dicho antes, que se produzca una revolución que traiga consigo un cambio en el sistema económico que acabe con sus privilegios y les arrebate lo que en esencia pertenece al fruto del trabajo de las clases explotadas, esto es, su capital acumulado.
Por ello, una revolución debería, de mínimo, equiparar la situación de todos los miembros de la sociedad bajo estos criterios de reparto de la riqueza, es decir, o todos podemos vivir sin necesidad de depender del fruto de nuestro trabajo para llegar a fin de mes y garantizar nuestra subsistencia, lo cual es imposible, o todos debemos vivir siendo esclavos de nuestro trabajo, salvo aquellos que, por los motivos justificados que fueran, no pudieran tener acceso a un trabajo con el que ganarse la vida. Como digo, la primera situación es absolutamente impensable, ya que el trabajo es necesario para la producción de riqueza, y no existen recursos suficientes, no al menos a día de hoy con el desarrollo técnico de los medios de producción existentes, como para lograr que toda la humanidad pueda acumular suficiente capital como para no depender de su trabajo para vivir. Por tanto, siendo realistas, la única revolución posible pasa por instaurar un sistema económico donde todas y cada una de las personas dependan del fruto de su trabajo para vivir, cada cual en su ámbito según sus propias actitudes y capacidades, pero finalmente todos iguales en el sentido de pertenecer a una misma clase social: la clase trabajadora. Un sistema basado en aquello de "de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades".
¿Hace falta dar más pistas?
Es evidente que el mundo actual esta al borde del abismo, que el sistema capitalista cada vez trae peores consecuencias a la existencia humana y al mundo en general. Sería injusto acusar solamente a la acción del imperialismo norteamericano de tal situación, aunque evidentemente sean los mayores responsables. Pero, por encima de un estado u otro, de un imperio u otro, el gran problema del mundo, ahora más que nunca, es el propio sistema capitalista. El capitalismo es un mega monstruo que ha tomado vida propia, verdaderamente difícil de parar. No existe hombre en el mundo con el poder suficiente como para tomar las riendas del monstruo. El capitalismo galopa y galopa desbocado hacia su propia destrucción o la destrucción-toquemos madera- de la humanidad en su conjunto. Las guerras imperialistas - que ahora parecen que se han vuelto a poner de moda-, la pobreza cada vez más extrema, las crecientes desigualdades entre los países pobres y los países ricos, las desigualdades sociales dentro de los propios países supuestamente desarrollados, el uso mercantilista de bienes y servicios tan básicos como la sanidad, los productos farmacéuticos, la educación o la alimentación, no pueden conducir a la humanidad a nada bueno.
Solo una verdadera revolución puede salvarnos de las muchas tragedias que están por venir de la mano del monstruo capitalista.
Socialismo o Barbarie.
kaosenlared
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