Toda la inquina y polarización partidista acumulada en Estados Unidos desde hace varios años –prácticamente, desde que Barack Obama asumió la presidencia por primera vez- ha conducido finalmente al país a una situación límite que permite visualizar claramente el grado de inoperancia al que se ha llegado en Washington y la crisis general del sistema político: el cierre indefinido de la administración federal y los servicios públicos.
Semejante degradación de la actividad política tiene que ser, por fuerza, consecuencia de múltiples culpables y de males que incluso se remontan a décadas anteriores. Pero es inevitable señalar, ante la suspensión de actividades en la nación más poderosa del mundo, la responsabilidad inmediata del Partido Republicano, que sucumbió ante la amenaza de su extrema derecha, concentrada en el Tea Party, y le negó al presidente una extensión del presupuesto que estaba obligado a darle, por ley y por sentido común.
Sin esa extensión, y ante la negativa del Congreso a aprobar el presupuesto que Obama presentó a principios de año, el Gobierno federal no tiene dinero para pagar a sus empleados. Cientos de miles de ellos se quedarán a partir de hoy en sus casas sin cobrar el sueldo. Todos los servicios públicos, incluidos la sanidad, la educación y las fuerzas armadas, se mantendrán únicamente con el personal imprescindible. Los ministerios cerrarán sus puertas, así como otras muchas oficinas del Estado.
En realidad, será el paraíso de anarquía liberal con el que el Tea Party sueña, el mundo sin gobierno que el extremo conservadurismo norteamericano predica a diario. Para esa derecha, el símbolo supremo del horror estatista es la reforma sanitaria que Obama consiguió sacar adelante con muchas dificultades en 2010. Sobre esa reforma –o la caricatura que la demagogia ultra ha hecho de esa reforma- se centra la ofensiva que ha acabado con este cierre de la Administración.
La Cámara de Representantes, dominada por los republicanos, exigió, primero, que la extensión del presupuesto fuese condicionada a la eliminación de los fondos para seguir adelante con la reforma sanitaria. En un siguiente paso, algo más modesto, pidió que la aplicación de la reforma, que entra plenamente en vigor el 1 de enero de 2014, se retrasase un año. Ninguna de las dos condiciones fueron aceptadas por la Casa Blanca ni por los demócratas en el Senado, que consideraron la maniobra un chantaje inadmisible. No hay precedentes de que, para cumplir con la rutina de extender el presupuesto –a lo que el Congreso está constitucionalmente obligado-, se demande la abolición o suspensión de una ley debidamente aprobada y, en este caso, ratificada por el Tribunal Supremo.
Esa ley puede ser difícil de aplicar. Creará, tal vez, algunas complicaciones burocráticas, puesto que no es sencillo integrar de repente en un sistema sanitario a millones de personas. Pero, en última instancia, puede conseguir que solo un número residual de personas quede sin seguro de salud en un país que tradicionalmente ha tenido a decenas de millones desprotegidas.
Una de las grandes paradojas de la crisis actual es que hubiera sido fácil de evitar con un poco más de coraje del liderazgo republicano en el Congreso. Todos los observadores coinciden en que existían suficientes votos en la Cámara de Representantes como para aprobar la extensión del presupuesto sin añadidos ni condiciones. La suma de demócratas y republicanos moderados es, en teoría, suficiente como para sacar adelante la ley de extensión. El problema es que eso ni siquiera ha sido sometido a votación porque el presidente de la Cámara, John Boehner, un centrista, no se ha atrevido a desafiar al Tea Party. Faltan solo 13 meses para las próximas elecciones legislativas, y los republicanos saben lo peligroso que resulta enfrentarse a ese sector del partido, amplio dominador de las emociones de las bases.
El caso es que, entre chantajes, miedos e impotencia –unido a la incapacidad de los demócratas y de Obama de movilizar convenientemente a la opinión pública a favor de su reforma sanitaria-, se ha llegado a esta situación, que puede causar un serio perjuicio económico, pero, sobre todo, daña la imagen del país que debía dar ejemplo de firmeza y coherencia en la conducción de su política, no por razones morales, sino porque es el sostén de la economía mundial y el principal implicado en la seguridad internacional.
Y lo peor es que, con ser grave lo que ha ocurrido, es mucho menos grave que lo que puede ocurrir. El 17 de octubre EE UU alcanza el techo de deuda. Si el Congreso no autoriza nuevo endeudamiento, el Gobierno tendrá que suspender pagos, incluidos los beneficios de los bonos del Tesoro. Pero el Congreso, nuevamente, condiciona esa autorización a la suspensión o eliminación de la reforma sanitaria. Los efectos sobre la economía mundial de una suspensión de pagos por parte de EE UU serían tan atroces, que se confía en que haya antes una solución. Pero todo lo dicho más arriba puede repetirse aquí para contener ese optimismo.
ELPAIS
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