El domingo 6 de mayo pasado, al registrarme en el aeropuerto de París me dijeron que había un problema informático con el vuelo de Air Europa, que cubría Madrid-La Habana. Por tanto, apenas llegara a la capital española se me entregaría la tarjeta para abordar.
(COPAEN 2012).
Llegué al aeropuerto de Madrid, Terminal 3. Fui al punto de información de Air Europa. Ahí, después de una llamada, me dijeron que debía ir hasta la Terminal 1, donde me darían la tarjeta. Caminé hasta allá. Me presenté a una taquilla.
Me enviaron donde una joven, la cual realizó dos llamadas. Faltaban 40 minutos para las tres de la tarde. El mismo tiempo para que el avión partiera.
Al insistirle a la mujer por mi tarjeta de embarque, me dijo que yo debía «esperar a la persona de la embajada». Extrañado, le pregunté qué persona, de qué embajada. Sin mirarme y sin amabilidad, me repitió que debía esperar «a la persona de la embajada». Esperé.
Al fin la vi llegar con un hombre alto, de lentes, un poco grueso, trigueño, de más de cincuenta años. Me dijo, él, en voz baja, que le permitiera el pasaporte. Al creerlo parte de Air Europa se lo entregué. Pero inmediatamente noté que tenía acento latino, y le pregunté: «¿quién es usted? ¿Se puede identificar?». Me mostró rápidamente un carnet que llevaba agarrado en la cintura, pero que una especie de chaqueta escondía. El nombre que me dio era castellano. «Soy de la embajada de Estados Unidos de América», me precisó. Sorprendido ante esa frase, le dije que me devolviera mi documento porque él no tenía ese derecho estando en España. Con una voz calmada, me pidió el favor de no discutirle, o hacerle un escándalo porque yo podía crearme un problema innecesario. La mujer de Air Europa se había retirado desde el comienzo.
Sabiendo en qué arena me estaba moviendo, lo dejé ver y «re-ver» mi pasaporte. Se hizo aparte, llamó y, en inglés, dio mis datos. Luego, amablemente, me llamó para preguntarme dónde estaba mi pasaporte colombiano. Le respondí que hacía 30 años que no viajaba con un documento de mi país de origen. Y que si ese documento que tenía en sus manos era francés, era porque Francia me lo había otorgado. Seguidamente quiso saber cuántos años tenía de casado, el nombre de mi esposa e hijos. Le contesté, con mucha cortesía, que él no tenía autoridad para que yo le respondiera eso. Que no se olvidara de que él estaba en España. Y que lo mejor era que llamara a su embajada en París, donde sabían más de mi vida que yo mismo.
Después de hablar otros minutos más por teléfono, escribir algo en el mismo y hacer anotaciones en un viejo cuaderno, vino hacia mí. Poniendo cara de apenado, me dijo que no podía irme en ese vuelo porque el avión sobrevolaría, por unos minutos, territorio estadounidense. Y yo estaba «en una lista de personas peligrosas para la seguridad de su país». Sencillamente, y con una sonrisa, le agradecí la información y hasta la decisión. Aunque poco de novedosas tenían [1].
Quise preguntarle por qué su gran impero siente temor ante mí, un simple periodista y escritor, cuando ni una escopeta de caza sé manejar y le tengo temor al estallido de un «buscapiés». Pero preferí volverlo a mirar a los ojos y seguir con mi sonrisa en los labios. ¡El no podía imaginar cómo su gobierno me hace sentir de importante!
Seguidamente, con gentileza, me preguntó si yo tenía una tarjeta de presentación para que se la diera. Le respondí que no tenía problema para ello, pues ya se la había entregado a colegas suyos en París. Y que, como esos colegas habían hecho, podía llamarme algún día para invitarme a tomar vino, y entre copas volverme a proponer de trabajar para su gobierno. «Me encanta conversar con ustedes. Aprendo mucho», le dije antes de verlo partir como cualquier otro visitante de ese aeropuerto.
Después realicé los reclamos pertinentes a la empresa Air Europa, en particular para que se solucionara mi viaje a Cuba. Atónito, les oí decir que era mi responsabilidad, ¡por no saber el trayecto de ese vuelo! De nada sirvió decirles que en octubre 2011 no había tenido problema. Uno de ellos me dijo, casi en confesión, que ese paso de «unos minutos» sobre el espacio estadounidense hacia Cuba, se había hecho por presión de Washington: así se obtenía la lista de pasajeros que iban a la Isla, en tiempo real.
Aunque traté de no demostrarlo, sentí rabia e impotencia. Más lo segundo.
¿Cómo era posible que un funcionario de la seguridad estadounidense pudiera pedirme el pasaporte, confiscármelo e interrogarme en pleno territorio español?
¿Quién le entregó ese derecho soberano?
¿Por qué no se envió a un aduanero o a un humilde agente de tránsito, pero de nacionalidad española?
¿Y por qué me dejaron ir hasta Madrid, cuando, muy seguramente, desde el momento que compré el pasaje, diez días antes, los servicios de seguridad de Estados Unidos y Francia supieron mi recorrido?
Estoy casi convencido que ellos lo sabían: unos y otros me han dicho que mis teléfonos, computadoras y pasos, regularmente se escudriñan. Algunas veces lo he comprobado.
Durante el vuelo de regreso a París, pensé en mis tantas amistades españolas.
Como son personas dignas, se asombrarán al saber de esto, pues no logran acostumbrarse a que la soberanía del país siga cayendo tan bajo.
Ah, y la única alternativa que me dejan para viajar a Cuba, desde Europa, es Cubana de Aviación. Ahí tienen dignidad.
0 Comentarios
DEJA UN COMENTARIO