Estados Unidos exhibe una ostensible incapacidad para ocupar, mantener el orden y vencer la resistencia de los pueblos que invade. Invasiones injustas, inmorales e ilegales, siempre arropadas en la mentira antes y después de producirse. Por ejemplo, las industrias culturales del imperio han hecho todo lo posible para que las nuevas generaciones olviden o reciban una imagen falsa de la humillante derrota sufrida en Vietnam. Para quienes lo vimos en vivo en la tele son inolvidables los últimos helicópteros gringos volando desde Saigón hacia los portaviones, con ramilletes de estadunidenses en pánico colgando de los patines de aterrizaje. Recientemente los pulpos mediáticos han tendido una cortina de humo a la vergonzosa retirada de Irak, donde Washington tuvo que renunciar a su exigencia de dejar indefinidamente estacionado un contingente militar pues el gobierno de Bagdad –de cordial relación con Teherán, por cierto- se negó a concederle inmunidad en los tribunales iraquíes a sus integrantes.
Ahora, la masacre de 16 civiles en la provincia de Kandahar, Afganistán, supuestamente por un sargento enajenado del Ejército de Estados Unidos, reafirma la derrota moral, política y, por consiguiente, militar, de la superpotencia en el país asiático. No están claras las circunstancias del incidente ni coincide la versión del lobo solitario de los ocupantes con la de residentes en las tres aldeas donde vivían las víctimas y autoridades afganas, que insisten en que más soldados estadunidenses participaron en los hechos. Sea como sea, después de esto y de los continuos agravios a los afganos –el anterior fue la quema de ejemplares del Corán en una base yanqui- a Washington no le queda más que adelantar los plazos para la retirada. Ya no puede confiar en sus contrapartes afganas y hasta el parlamento ha dicho que “colmaron su paciencia” y acordó exigir que los culpables sean juzgados por un tribunal afgano. Hace tiempo tuvo que renunciar a la idea de derrotar a los talibanes y admitir que para retirarse y salvar la cara tenía que negociar con ellos, que es lo que viene haciendo. Ni hablar de la cacareada “reconstrucción” con la que, ¡cómo no!, varias corporaciones han ganado millonadas pero los afganos no ven más que una economía sostenida por el auge del narcotráfico, un país devastado, con ciudades en ruinas sin los más elementales servicios públicos, ausencia casi absoluta de infraestructura y decenas de miles de civiles muertos. Por no hablar de las promesas de democratización y reconocimiento de los derechos de las mujeres. Afortunadamente cada vez son menos los que creen que Estados Unidos sea modelo de democracia y derechos humanos, y muchos menos los que aceptan que estos pueden imponerse por la fuerza de las armas.
Lenin tenía toda la razón al afirmar que el imperialismo necesita generar constantemente guerras de rapiña. Muchas cosas han cambiado desde entonces pero permanecen esencias como esa. Ahora más acentuadas debido a la avidez compulsiva por el petróleo y otras materias primas y la codicia por los yacimientos de agua, que han llevado al paroxismo la agresividad del imperialismo estadunidense. Si no fuera así, sería inexplicable que después de los desastres en Afganistán e Irak, se disponga, junto a Israel, a atacar nada menos que a Irán. Un hueso muy duro de roer, imposible de reducir con armas convencionales. De ser bombardeadas sus instalaciones nucleares pacificas y hasta de sentirse más gravemente amenazado, Teherán seguramente responderá muy duro, incluyendo el cierre del estrecho de Ormuz, yugular por donde fluye un vital río de petróleo al mercado mundial. La gran incógnita es qué hará Estados Unidos ante un rival al que sólo puede destruir con armas nucleares, y si las usara qué harán Rusia, India, Paquistán y China, todas potencias atómicas vecinas. Visto así se comprenden perfectamente las intensas gestiones diplomáticas de Moscú y Pequín en pro de una solución política en Siria –aliado fundamental de Irán- y su doble veto para impedir la intervención extranjera dónde Washington arma e infiltra terroristas y aplica un plan de “cambio de régimen”.
Volviendo a Afganistán, a lo más que puede aspirar Obama ahora es a salir de allí rápido sin que parezca una estampida. Con la esperanza de que antes de las elecciones de noviembre no se complique la situación hasta obligarlo a una retirada precipitada y la entrega del poder a los talibanes sin más trámites.
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