El Acuerdo para el empleo y la negociación colectiva –AENC-, firmado
recientemente por la patronal CEOE-Cepyme y las direcciones de CCOO y
UGT, para el período 2012-14, supone un recorte de la capacidad
adquisitiva de los salarios, y un retroceso laboral y de la capacidad
reguladora de los sindicatos.
No existen contrapartidas significativas
para trabajadores y trabajadoras, y no permite generar empleo. No
apuesta por una salida justa de la crisis sino que impone la austeridad
salarial a una parte: las capas asalariadas. No es un acuerdo
equitativo, ya que no se exige a los empresarios ninguna renuncia
sustantiva ni ningún compromiso firme por la creación de empleo, la
regulación de los beneficios empresariales y los precios, y hace recaer
nuevos sacrificios a las clases trabajadoras junto con una mayor
subordinación laboral. Es un paso más en la consolidación de la
capacidad empresarial para imponer sus objetivos e intereses de
maximizar sus beneficios, abaratar costes y disponer una mano de obra
más dócil, con la vana esperanza de que esa es la vía para asegurar la
inversión y el crecimiento económico y del empleo. Se adopta el discurso
neoliberal de culpabilizar a los salarios y las condiciones laborales
de la crisis y que su retroceso es inevitable e imprescindible para
salir de ella. Supone, por tanto, afianzar la pasividad en el mundo
laboral y un retroceso cultural y de la capacidad crítica y alternativa
de las direcciones sindicales
Recorte salarial, mayor flexibilidad interna y menor capacidad contractual
Veamos algunas de sus características concretas de los tres elementos
clave: recorte salarial, mayor flexibilidad interna y menor capacidad
contractual.
Primero, el recorte en torno a punto y medio
(anual) de capacidad adquisitiva de los salarios. El tope del incremento
salarial se fija en el 0,5% para el año 2012, y el 0,6% para el año
2013 y el año 2014. En los dos primeros años se recoge una cláusula de
actualización que incorpora las variables del IPC español, el armonizado
de la eurozona y el precio del petróleo, de tal forma que ante una
inflación previsible de más de un 2% ese indicador se vería recortado,
perdiendo en todo caso esa diferencia de 1,5% o 1,4% anual. Para el
último año, la actualización depende de la evolución del PIB, de forma
que si creciese entre el 1% y el 2% (cosa dudosa), los salarios podrían
incrementarse hasta el 1% (y hasta el 1,5% si el aumento del PIB fuera
superior al 2%). Los incrementos salariales se disocian del aumento de
los precios, perdiendo capacidad adquisitiva.
Pero, además, este
acuerdo supone el incumplimiento patronal del anterior ANC para 2012,
en que preveía unos aumentos salariales entre 1,5% y 2,5%, precisamente
como recuperación de la pérdida de poder adquisitivo en los dos años
anteriores (2010 y 2011) en que los dirigentes sindicales habían
aceptado el tope del 1% (con un IPC este año del 2,4%). Así, ante el
bloqueo de los convenios y la impotencia sindical para garantizar ese
incremento, se renuncia a esa menor pérdida adquisitiva y se impone el
criterio empresarial de profundizar la rebaja salarial.
Segundo,
se avala la flexibilidad interna, que no sustituye a la externa
–despido y contratación- sino que la impone adicionalmente. Así, la
ampliación de la disponibilidad empresarial para organizar el tiempo de
trabajo (170 h.), además de poder empeorar las condiciones de los
empleados, conlleva la disminución de nuevas contrataciones (temporales)
en los momentos de puntas de trabajo que se cubrirían con la misma
plantilla (desapareciendo también las horas extras, a un precio
superior). Igualmente, desarrolla la polivalencia laboral al establecer
que durante seis meses en un año (u ocho en dos años) cualquier
trabajador podrá desempeñar funciones diferentes a las de su grupo
profesional, que también se deberán adecuar a las divisiones
funcionales. Asume la lógica liberal de que la competitividad
empresarial depende (aparte de disminuir los salarios y costes
laborales) de esa capacidad empresarial para disponer más libremente de
la fuerza de trabajo.
Tercero, avala el debilitamiento de la
negociación colectiva, con unas comisiones negociadoras y paritarias con
menos capacidad regulatoria y la consolidación de la decisión final en
los arbitrajes externos. Este vaciamiento de la capacidad contractual de
la negociación colectiva era un factor regresivo y antisindical clave
de la norma aprobada por el anterior Gobierno socialista en julio, al
que se oponían los sindicatos. Por otra parte, se mantiene la estructura
de los convenios sectoriales y sugiere expresamente la continuidad de
los provinciales, aunque la citada norma anunciaba su reducción. Aunque
permanecen las correspondientes comisiones negociadoras y comisiones
paritarias, la capacidad contractual de ellas queda reducida, más en el
actual contexto de limitada conflictividad laboral. Por tanto, se
confirma su menor funcionalidad y su desplazamiento como sistema de
negociación y regulación de las condiciones laborales. El centro de
decisión se desplaza hacia los mecanismos de arbitraje, externos al
sindicalismo y más cómodos para los empresarios. Así, se reduce la
capacidad contractual y reguladora de los sindicatos, aunque haya
sectores de la patronal y del propio Gobierno, con la inminente reforma
laboral, que pretenden ir todavía más lejos en el desamparo de los
trabajadores de las pequeñas empresas.
Este aspecto de la
flexibilidad empresarial se refuerza al favorecer los acuerdos de
empresa (inferiores al sectorial) y los descuelgues (inaplicación del
convenio), en los que el empresario aduciendo ‘perspectivas económicas
negativas’ puede reducir o suspender esos derechos y condiciones
acordados en un ámbito más general. Por supuesto, se acepta la necesidad
de la información y la consulta sindical, pero no es necesario el
acuerdo con los representantes de los trabajadores. Así, ante el
desacuerdo en el ámbito de la empresa, se llega a cifrar en un tope de
siete días el tiempo para la consulta a la correspondiente comisión
paritaria sectorial (cuyo acuerdo tampoco es imprescindible) antes de
que pase a la comisión de arbitraje y esta finalmente dictamine. Incluso
se habilita una llamada ‘flexibilidad extraordinaria’, para que el
empresario pueda imponer, por necesidades temporales, cambios del tiempo
de trabajo y la movilidad funcional, por motivos económicos,
organizativos, técnicos o productivos.
En definitiva, no se
refuerza la intervención del sindicalismo en la regulación de las
condiciones laborales, sino que se amplía la capacidad empresarial para
modificarlas en un sentido regresivo, se debilita la función contractual
y reguladora de las comisiones negociadoras y las comisiones
paritarias, ya disminuidas por la baja dinamización sindical, y ante los
desacuerdos se traslada la decisión final a los mecanismos de
arbitraje, de composición mayoritaria ajena a los sindicatos. Por tanto,
esta faceta supone un retroceso en las relaciones laborales. No
constituye una ‘contrapartida’ positiva al recorte salarial y a la mayor
facilidad para la imposición empresarial de la movilidad ‘interna’,
sino que debilita la capacidad contractual de esas comisiones
negociadoras y paritarias, fundamentales para mantener la funcionalidad y
la legitimidad de las estructuras intermedias de los sindicatos.
No favorece el empleo
En su conjunto, estos contenidos apenas tienen nada que ver con los
objetivos reivindicativos fijados por las direcciones de CCOO y UGT de
noviembre de 2011 en su propuesta de Pacto por el empleo y la cohesión social.
Queda la concreción de su deseado mantenimiento del sistema de diálogo
social. En ese sentido cabe una segunda reflexión general sobre el
significado de este acuerdo respecto del objetivo de generar empleo y el
interés implícito de ‘salvar el sindicato’, todo ello en relación con
las condiciones del contexto económico y sociopolítico.
La
valoración sobre las ventajas en esos campos tampoco es positiva. La
tregua conseguida en la presión antisindical es frágil y muy limitada en
el tiempo. Ni siquiera estas concesiones, definidas por patronal y
Gobierno como positivas pero insuficientes, evitan retrocesos mayores en
la inminente reforma laboral. Al contrario, neutraliza la oposición a
su desarrollo al perder credibilidad la amenaza de movilización sindical
para frenarla. Aunque, probablemente, el Gobierno no apruebe la versión
más dura de su reforma laboral no sería tanto debido a esta ‘habilidad’
negociadora de los interlocutores sindicales, ofreciendo antes su aval a
estos retrocesos parciales, cuanto al descontento social y ciudadano y
su impacto sociopolítico y electoral (en particular en las elecciones
autonómicas andaluzas).
Veamos algunos argumentos, precisando
qué críticas, a quién y para qué. Doy por supuesto que este es un hecho
que afecta al conjunto de las clases trabajadoras y la ciudadanía y debe
ser sometido a debate público, en un marco de respeto a la pluralidad
existente en los propios sindicatos. En este caso, se realiza desde la
actitud unitaria de fortalecer la acción de la izquierda social y el
sindicalismo frente a la involución regresiva de la política
socioeconómica y laboral.
Primero, este acuerdo no aporta nada a
la reactivación del empleo, e incluso es contraproducente. Ante la
evidencia del perjuicio en salarios y seguridad para la gente empleada,
este acuerdo se intenta justificar con el argumento de que es un plan
solidario con las personas paradas. Lejos de ello, la contracción de la
capacidad adquisitiva de los salarios, debilitará la demanda y el
consumo y retardará las medidas de inversión y actividad productiva. Los
beneficios empresariales no van a revertir en la reactivación
económica, sino en ganancias extras que se pueden derivar por otras vías
especulativas, financieras o de consumo elitista.
Los
problemas reales de competitividad de la economía española y,
especialmente, su reactivación y la creación de empleo deben abordarse
desde otra vía: una fuerte inversión pública que tire de la economía,
una mejora de la capacidad adquisitiva de las familias, una ampliación
de los servicios públicos y la protección social con una reforma fiscal
progresiva y profunda que asegure su financiación y una redistribución
más equitativa de los recursos. Esa es la convergencia de los intereses
de las capas empleadas y paradas. Ello incluye la mejora de la capacidad
adquisitiva de los salarios, con incrementos superiores a la inflación,
particularmente a trabajadores y pensionistas de rentas medias-bajas y
bajas, que son los dos tercios de la población (más de la mitad está con
unos ingresos inferiores a 1.100 euros mensuales).
Pero esta
vía, también compartida por las direcciones sindicales hasta ahora, se
cierra. Este acuerdo tiene la lógica contraria, y consolida una salida
de la crisis más regresiva: retrocesos en los derechos salariales y
laborales y mayor poder y beneficios empresariales, sin garantías de
reactivación del empleo ni consolidación del gasto público social. Esas
propuestas genéricas de las direcciones sindicales sobre otra salida más
equilibrada de la crisis, pierden credibilidad y se desactiva su
discurso crítico y alternativo a la crisis. Se refuerza la justificación
liberal-conservadora de culpar de la crisis a los salarios y el gasto
público. Se impone su reducción, cuando en la mayoría de la sociedad es
evidente la preocupación por el paro y la exigencia de responsabilidades
a los mercados financieros y los gestores institucionales. Se enmarca
en la política económica dominante en las instituciones europeas y
españolas de priorizar la reducción del déficit público mediante
políticas de austeridad laboral y fiscal, aun con la retórica de que el
paso siguiente y lejano será la mejora del empleo. Apenas esconde su
sentido fundamental: imponer un retroceso a los derechos económicos y
sociolaborales, desequilibrar las relaciones laborales a favor del poder
empresarial, frenar las demandas populares y sindicales y consolidar la
hegemonía política y cultural de las derechas conservadoras.
No evita una dura reforma laboral inminente
En segundo lugar, este acuerdo no reporta mayores garantías para frenar
este proceso de reformas laborales antisociales ni impedir el fuerte
carácter regresivo de la siguiente que prepara el Gobierno del PP. Al
igual que con el pacto social de las pensiones, con su fuerte recorte,
constituye una incorporación de esos dirigentes sindicales a una
orientación regresiva. Esa actuación, en la medida que avala ese
proceso, mantiene la apariencia del sistema de diálogo social. Esa
decisión se ha convertido en un mecanismo no de defensa de derechos
sociolaborales o de veto a medidas impopulares, sino de colaboración de
las cúpulas de los sindicatos con este recorte.
Esa
participación sindical en el proceso de negociación tampoco ha
conseguido una ‘suavización’ significativa de los planes empresariales.
Es verdad que hay sectores neoliberales todavía más duros y
fundamentalistas que desearían ir más allá. Y que el acuerdo no traspasa
el límite hacia una individualización total de las relaciones laborales
o una completa arbitrariedad empresarial en su gestión de las
condiciones de trabajo, y respeta la participación sindical aunque más
disminuida y subordinada. Pero tampoco se puede achacar al haber de este
acuerdo, sino a un equilibrio más general sobre sus consecuencias
sociopolíticas. Los poderes principales, económicos e institucionales,
también deben evaluar los ritmos y la generalización de las medidas
regresivas e impopulares contando con los efectos de su grado de
legitimación social (aunque hayan tenido un respaldo electoral reciente)
y de neutralización del descontento popular y la indignación ciudadana.
No mejora la capacidad contractual y representativa de los sindicatos
En tercer lugar, hay que hacer una referencia a cómo se ha llegado
hasta aquí y las actuales circunstancias. Con la renuncia de los
aparatos sindicales a la prolongación del conflicto social tras la
huelga general del 29-S y su giro con el aval al pacto de las pensiones
de hace un año, así como la impotencia demostrada en la negociación de
los convenios colectivos y la siguiente reforma de la negociación
colectiva, se ha debilitado su voluntad y su capacidad de oposición a
esas políticas impopulares. La estrategia confederal de los sindicatos
mayoritarios, de diálogo social con subordinación en un contexto de
predominio de políticas regresivas con gran apoyo económico e
institucional, les ha llevado a un callejón sin salida. Es evidente su
relativa impotencia transformadora, para conseguir modificar
sustancialmente esas medidas. Reconstruir la credibilidad ante los
poderosos de su fuerza e influencia social requeriría otra gestión
sindical. Su actitud no se puede justificar como una pretendida
adaptación a una débil correlación de fuerzas. Se puede partir de un
análisis realista y definir una propuesta y un camino adecuados para su
reequilibrio, en vez de aceptar resignadamente la imposición de
retrocesos.
Persiste el dilema estratégico entre dos dinámicas:
por un lado, la colaboración sindical con la expectativa de
‘suavización’ de los recortes y la estabilidad para los aparatos, pero
con riesgos de ausencia de resultados sustantivos y deslegitimación
social; por otro lado, la pugna prolongada y realista, con activación de
sus bases, reorientación estratégica y renovación de ideas y dinámicas.
Lo primero va demostrando la evidencia de la impotencia reivindicativa y
defensiva, y no garantiza la continuidad del sistema de diálogo social
(no subordinado). Es incapaz incluso para ‘salvar al sindicato’,
estabilizar el estatus de los aparatos o la legitimidad de la burocracia
sindical. Además, en el plano cultural, incorpora el discurso de la
‘austeridad’, debilitando sus críticas o propuestas alternativas. Con
todo ello debilita su dimensión representativa, transformadora y
sociopolítica. Supone el agotamiento de la primera opción, y se abre la
necesidad de un replanteamiento de la orientación y la dinámica
sindical.
En ese sentido, han sido meritorias las importantes
huelgas y movilizaciones en otros ámbitos concretos, como el sector de
enseñanza, en particular en Madrid, y de sanidad en Catalunya, así como
las manifestaciones de empleados públicos. Por tanto, aquí no se
cuestiona la acción de los sindicatos y menos la dura labor de sus
representantes y estructuras, intermedias y de base, más comprometidas
con la defensa inmediata de los intereses de los trabajadores y
trabajadoras en sus empresas y sectores. Al contrario, es preciso
reforzar la función defensiva y representativa de los sindicatos y su
prestigio y dimensión social.
No obstante, lo que sigue
constituyendo un fuerte error estratégico es esta actuación de los
interlocutores confederales de incorporarse a unas medidas laborales
regresivas y sin contrapartidas. Ello no refuerza al sindicalismo,
frente a la ilusión o la apariencia de conseguir una relativa tregua en
las críticas mediáticas. Este proceso también debilita el papel de las
estructuras sindicales (intermedias y superiores) en las relaciones
laborales. Consolida los planes antisindicales de las reformas del
anterior Gobierno socialista, en particular, como se ha expresado antes,
al avalar el incremento del poder empresarial en la flexibilidad
interna y el desplazamiento del poder de decisión sobre las condiciones
salariales y laborales desde las comisiones negociadoras y paritarias,
con participación sindical, a los mecanismos de arbitraje. Supone una
menor influencia de la parte sindical, un predominio de las decisiones
externas y ajenas en la determinación de las condiciones laborales. Así,
disminuye la función defensiva y contractual de las estructuras
sindicales y debilita su operatividad, legitimidad y prestigio ante sus
bases sociales.
Por tanto, en cuarto lugar, este acuerdo
tampoco conlleva la contrapartida de ‘salvar el sindicato’, la
estabilidad funcional y de recursos de sus estructuras superiores. Se
deteriora el estatus y el prestigio de su aparato dirigente, que se ve
sometido a un significativo deterioro de su capacidad contractual y de
influencia. Pero, además, se debilita su dimensión social y
representativa, su papel sociopolítico y transformador. Sus propuestas y
exigencias tienen menos credibilidad ante las contrapartes
empresariales e institucionales. Los dirigentes confederales siguen
contando con una gran representatividad interna. Pero son,
especialmente, las estructuras de base –los delegados sindicales y los
representantes directos- los que gozan de una simpatía popular y se ven
como necesarios y positivos ante tanta arbitrariedad y presión
empresarial en los centros de trabajo. Son el vínculo directo con los
trabajadores y el vehículo de la representatividad directa, con la
participación de los trabajadores en su elección.
No obstante,
existe una disociación entre esa labor dura y permanente de los
sindicalistas en las empresas apoyando directamente a los trabajadores, y
determinadas actuaciones por arriba que avalan retrocesos
significativos para ellos. Por mucho que esas cúpulas sindicales se
quieran resguardar con esa representatividad de sus estructuras de base,
y apoyarse en esa legitimidad y el papel positivo y progresivo de esa
parte central del sindicalismo, no pueden obviar su responsabilidad en
determinadas actuaciones impopulares y estrategias sin salida. La falta
de afecto o estima de sectores de esa izquierda social, bases sociales
del sindicalismo, a determinadas actuaciones de esos dirigentes no llega
al distanciamiento de los ‘sindicatos’, de su representación directa o
de los mecanismos de participación o afiliación.
Ese fenómeno
es distinto a la desconfianza ciudadana en la clase política o a la
desafección de una parte de su base electoral hacia los dirigentes
socialistas, responsables directos de políticas regresivas, y
explicitada por varios millones de personas. Los aparatos sindicales
fueron capaces de articular una huelga general contra la reforma
laboral, exigiendo la rectificación de esa política y han contribuido a
generar y encauzar la indignación popular y la exigencia de cambio.
Además, sus estructuras intermedias y de base siguen peleando en las
empresas ante la arbitrariedad empresarial y apoyando a los
trabajadores. Sus dirigentes también representan y se apoyan en esa
acción sindical cotidiana, persistente, asistencial e informativa. Pero
sería un error infravalorar la disminución del entusiasmo y la
confianza, entre sectores amplios de sus bases sociales y de la
izquierda social o la ciudadanía indignada, hacia este tipo de
actuación: la colaboración y el aval de algunos aparatos sindicales a
diversas medidas impopulares y su inacción ante esta nueva oleada
regresiva de la derecha.
Por tanto, este aval de las direcciones
sindicales a un retroceso salarial y laboral, no fortalece a los
sindicatos. Apenas logra esconder la imagen de su incapacidad
contractual, transformadora o de influencia. Y durante un periodo mucho
más corto (que con el pacto de las pensiones y la reforma de la
negociación colectiva), ya que aparece como la antesala de la siguiente
reforma laboral inminente. En vez de constituir un freno aparece como su
primera parte.
Reorientación estratégica de la acción sindical y sociopolítica
En resumen, esas direcciones de los grandes sindicatos han llevado al
sindicalismo a un pantano, afianzando su impotencia y pasividad. Su
estrategia es errónea, es un callejón sin salida para la defensa de los
derechos sociolaborales y su propia capacidad contractual. Tampoco
consigue consolidar el estatus del propio aparato, ni la estabilidad de
las funciones contractuales de sus estructuras intermedias. Aunque les
genere cierto reconocimiento institucional, es muy frágil y temporal, y
condicionado a continuar con esa disponibilidad colaboradora con las
políticas regresivas. Y eso es insostenible para mantener una
legitimidad relevante entre sus bases sociales.
La gestión del
descontento popular y el conflicto social, la defensa de los intereses
de sus bases sociales debe suponer un replanteamiento estratégico, de
discursos y acción sindical. Incluso la estabilidad organizativa, la
estima social y el fortalecimiento de las estructuras sindicales también
dependen de esa reorientación de la dinámica sindical. El riesgo es el
lento y progresivo declive de su influencia y su dimensión social. Un
horizonte a rechazar, querido por sectores poderosos, es una salida
regresiva de la crisis con un deterioro sustancial de las condiciones
salariales, laborales y de empleo, y un fuerte desequilibrio en las
relaciones laborales con una marginación de las estructuras sindicales y
una subordinación mayor de la fuerza de trabajo.
La ofensiva
liberal-conservadora, para varios años, está en todos esos frentes: paro
masivo, reducción de derechos sociales y laborales, inoperancia de los
sindicatos, sometimiento de la ciudadanía. La estrategia alternativa
debe contemplar la interrelación y unidad en esos planos. El riesgo de
la alta burocracia sindical puede ser priorizar su objetivo estratégico
de ‘salvar el sindicato’, particularmente en su acepción corporativa del
aparato sindical, incluso a costa de concesiones en los demás planos.
Craso error. El sindicalismo sólo puede adquirir relevancia y capacidad
representativa y contractual, en la medida que cumple su función
defensiva y articuladora de propuestas y aspiraciones populares. Su
recurso es la activación de sus bases sociales, el arraigo social y el
estímulo de la participación democrática, la firmeza en sus
reivindicaciones.
Existen dificultades para la generación de
unidad, movilización sindical y conflicto laboral. La realidad social
está muy fragmentada, las consecuencias de la crisis son distintas y los
efectos de las medidas generan situaciones más o menos inciertas y
penosas. Una pequeña pérdida de poder adquisitivo del salario, a
personas de renta media-media o alta y empleo estable, puede generar
descontento, pero, comparando con otras situaciones, ser asimilable por
ellos con una tendencia a la adaptación y la resignación. Los millones
de personas en paro de largo duración, progresivamente más empobrecidos y
sin protección al desempleo, es el otro extremo que presenta un
escenario de frustración y perspectivas inseguras o trágicas. Entre
medio existen muchos sectores precarios y vulnerables, y con tendencias
en descenso o bloqueadas.
Por tanto, hay que contemplar el
primer paso de otra actitud: la voluntad, determinación, preparación y
utilización inteligente de todos los recursos y oportunidades para la
acción sindical y sociopolítica. El objetivo es el refuerzo del
sindicalismo, de la resistencia ciudadana contra la política
liberal-conservadora, y abrir un horizonte de cambio social hacia una
salida justa de la crisis.
0 Comentarios
DEJA UN COMENTARIO