Rebelion.
Como el oro negro vuelve locas a las naciones, surge de manera inevitable la pregunta de si a los Estados Unidos y a las antiguas potencias coloniales les importa un carajo los derechos humanos cuando deciden una intervención militar. ¿Si Libia no tuviera más petróleo que cualquier otra nación de África estarían los países occidentales desatando esta vorágine militar de alta tecnología para contener lo que en esencia no es más que una guerra civil de origen tribal?
De nuevo un presidente estadounidense hace llamamientos emocionales a otra cruzada por los derechos humanos contra un mandatario reprobable cuyos crímenes, si bien considerables, no son fundamentalmente diferentes de aquellos otros dictadores a los que EE UU tiene la costumbre de proteger.
Parece razonable pensar que si a Muamar Gadafi se le va a obligar a dejar ahora el poder no es por su atroz historial en materia de derechos humanos sino porque le ha llegado la fecha de caducidad a su errática estancia en el poder.
Después de todo algunos de los más influyentes expertos en política internacional, desde la London School of Economics hasta Harvard, no tuvieron ningún problema hasta hace poco en aceptar el dinero libio a cambio de transmitir un punto de vista más favorable sobre las perspectivas de Gadafi de llevar a cabo un cambio por medio de lo que el profesor de Harvard Joseph Nye denominaba elogiosamente como “mano suave”.
Pero este revisionismo pro-Gadafi se convirtió de repente en motivo de sonrojo cuando este chiflado dictador, a quien pocos son capaces de entender, mucho menos de tenerle simpatía, empezó a sufrir deserciones en el seno de sus propias fuerzas armadas de un modo que evoca la imagen de la fruta podrida a punto de caer.
La luna de miel de Libia con Occidente, durante la cual sus líderes encabezados por Tony Blair y George W. Bush llegaron a la conclusión de que el coronel Gadafi podría por fin ser un socio de provecho más preocupado en exportar petroleo de manera segura que en despotricar inútilmente contra el imperialismo occidental, se ha cancelado repentinamente al considerarse que ya no es útil. De la misma manera que con Sadam Hussein, antiguo aliado de los Estados Unidos antes que él, el hombre fuerte de Libia se ha convertido en una estrambótica reliquia del pasado, y en un producto fácilmente desechable. No sucede lo mismo con el monarca de Arabia Saudí ni con aquellos sucedáneos suyos a los que financia en Yemen y Bahréin. La opresión a que se somete a estos pueblos entra todavía dentro de los límites de lo permisible debido a que el rey gestiona unos ingentes recursos de un modo que los líderes consideran aceptable.
Pero ahora a la luz de las corrientes democráticas radicales que atraviesa Oriente Medio, puede resultar imposible, para Estados Unidos y sus aliados, gestionar eficazmente las contradicciones derivadas del hecho de apoyar a un grupo de dictadores mientras se derroca a otros.
La demanda, ampliamente extendida por toda la región, de que incluso la gente corriente de Oriente Medio tiene derechos inalienables es una noción de tal sensatez que hace difícil cualquier tipo de componenda ¿Por qué el derecho a la determinación no se aplica también a los chiítas de la provincia petrolífera más rica de Arabia Saudí o para el caso a los palestinos de Cisjordania o Gaza?
La posición alternativa de la clase política estadounidense es la de la “guerra contra el terrorismo”, estándar bajo el cual se considera que son necesarios dictadores para tener bajo control a los fanáticos grupos de radicales musulmanes. Por eso Estados Unidos entrenó a la Guardia Republicana, que lidera el hijo del denostado gobernante de Yemen, para que jugara el papel de socio de Washington como fuerza antiterrorista. El martes pasado fueron los tanques espléndidamente equipados por Estados Unidos los que formaron la última línea de defensa alrededor del palacio presidencial cuando más se intensificaban los llamamientos a su salida. Así Estados Unidos le seguía los pasos a Arabia Saudita, que financia desde hace tiempo al mandatario Yemení
Las intenciones de los saudíes han quedado aún mas claras en su apoyo a la familia real del vecino Bahréin cuando tropas saudíes, junto con fuerzas de los Emiratos Árabes Unidos, han colaborado en la represión de los defensores de la democracia con el argumento de que la libertad aumentaría el poder de la mayoría chiíta. La estafa en este caso es localizar en el Irán chiíta el foco del terrorismo cuando fueron las monarquías sunnitas las que fueron el nucleo de los problemas que dieron origen a al-Qaida. No sólo 15 de los 19 secuestradores el 11 de septiembre de 2001 eran de Arabia Saudí sino que Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, junto con Paquistán, fueron los únicos países que reconocieron diplomáticamente al régimen talibán que dio refugio a al-Qaida. En Bahrein se rechaza a la mayoría chiíta por considerar que pudiera estar sometida eventualmente al influjo de los mandatarios de Irán sin tener ninguna prueba sólida de ello. De nuevo parece que conviene hacer caso omiso del hecho de que Irán, igual que el Iraq de Sadam, no tuvo nada que ver con el ataque del 11-S que sirvió de pretexto para iniciar la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo.
Todo lo cual hace que se plantee la pregunta de hasta cuándo Estados Unidos y sus aliados van a hacer oídos sordos al enorme problema que supone mantener una alianza a favor de los derechos humanos y de la lucha antiterrorista con regímenes en Oriente Medio que no defienden ni lo uno ni lo otro. Si bien el jurado de la opinión pública aun sigue deliberando si el ataque de Occidente a Libia va a ser de algún provecho para el pueblo de esa nación, por lo menos se debe poner de manifiesto la profunda hipocresía que supone seguir vendiendo grandes cantidades de armas y dar otros tipos de ayuda a Arabia Saudí y a las tiranías que dependen de ella.
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"Lo que no te cuentan sobre el accidente nuclear en Japón."
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