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Hace unos años, decidieron salvar a Yugoslavia, luego a Irak, más tarde a Afganistán. Entre otros muchos, Haití también lleva años en el punto de mira de ese generoso paternalismo militarista que, en vidas humanas al menos, tan «buenos» resultados parece que está dando. La pasada primavera, decidieron rescatar a Grecia de sus terribles despilfarros (cosas de países indisciplinados, ya se sabe). Ahora, curiosamente, se han empeñado en rescatar a Irlanda, su «tigretón» neoliberal preferido de la temporada inversora otoño-invierno anterior a la gran debacle de 2008, y ahora rápidamente reconvertido en «un asustado gatito en la jungla financiera internacional». Mientras, hablan y no paran de posibles futuros rescates de urgencia con sacas y sacas de millones de billetes prestos a socorrer a despilfarradores países en riesgo que luego, claro está, serán castigados al cuarto oscuro por sus pecadillos, basados en no usar el condón (o la marcha atrás, según «religiones») para que no les contaminen a muerte el gasto social, la sanidad, la educación, las pensiones, los derechos de los parados y los despedidos...
Rescatar incluso queda casi bien. Para mentes románticas, puede tener un toque de aquellos folletines sobre doncellas o madres solteras en apuros salvadas in extremis del oprobio o del malvado de turno por algún poderoso galán. Suena también a héroes canallescos y camorristas al estilo del franquista Guerrero del Antifaz o el mafioso Vito Corleone, que restablecen «desafueros» con métodos como el asesinato y el robo y se presentan como únicos con capacitación para reestructurar un orden social que inexorablemente es como es, es decir, como ellos dicen que es/quieren que sea. Claro que para el éxito de público y venta de este terrible culebrón por entregas, necesitan de la publicitación mediática, de la colaboración total y absoluta de esos cada vez más concentrados grupos de comunicación, consanguíneos del poder y el dinero, cuya ideología reproducen: la economía de mercado y la libertad de empresa (que confunden intencionadamente con la libertad de expresión) son el único camino.
La cólera y exasperación populares pueden llegar a ser entendibles (siempre y cuando no se excedan en su expresión externa, claro), pero no conducen a nada. Es más, según su versión de la realidad, son diversos los segmentos de población agraviada («generación perdida» española o jóvenes irlandeses condenados al paro y dispuestos a emigrar, por ejemplo) que aparentemente aceptan con resignación la «realidad» y el designio al que les condena ese imbatible dragón de siete cabezas que son «los mercados»: no poder ni imaginarse siquiera un proyecto de vida; sentirse material humano sustituible y a la deriva, en riesgo permanente. Eso es lo que nos quiere hacer creer la gregaria cobertura mediática de la crisis: aun cuando estos rescates tienen por función socorrer y seguir engordando el sector bancario/especulador y rediseñar bajo la batuta alemana la nueva arquitectura europea, no queda otra que aceptar los sacrificios que el capitalismo globalizado nos impone a los obreros, los estudiantes y los jubilados. Inseguridad total, vida fragmentada, en nombre de ese tótem que llaman competitividad/ evaluación permanente/excelencia... y que no es sino la mayor y más criminal ofensiva contra la clase trabajadora desde la Segunda Guerra Mundial.
Para esto, como muy bien expresa Jesús María Biurrun en «La destructividad humanitaria», «el ciudadano... precisará de un exégeta que le diga lo que debe entender de cuanto ocurre ante sus ojos... reduciendo el mundo a un texto críptico, o sea, patente pero indescifrable para quien desconozca el código o saber oportuno...» y no disponga del caudal de datos y la maquinaria de producción y distribución de la que disponen los emisores de la información.
Así, ante esta crisis, aparte de dejarnos muy claro que los trabajadores (pasados, presentes y futuros) no tenemos nada que opinar, sino que los que sientan cátedra son el BCE, el FMI y demás antidemocráticas estructuras, nos aturden (y amedrentan) con términos cuya trascendencia no entendemos bien y que repiten hasta la saciedad: primas de riesgo que suben y bajan, imprescindibles reformas estructurales, burbujas de todos los colores, fondos de rescate, necesidad de calmar a los mercados, ataque contra el euro, colapso bancario, activos tóxicos, devaluación interna, renegociación de la deuda... A pesar de los pequeños matices, el discurso en torno a la debacle financiera actual es unidimensional y no hace sino reproducir la ideología dominante de los grandes grupos industriales y financieros. El capitalismo, incluso en su fase actual de brutal expropiación improductiva, sigue siendo el mejor (o el único) de los sistemas posibles.
El tan alabado modelo irlandés acaba de demostrar que la solución no pasa por cumplir con la «ortodoxia» neoliberal, es decir, por recortar salvajemente el gasto en bienestar social y rescatar a banqueros y especuladores con el dinero de los contribuyentes, como a partir de 2008 hizo el Gobierno de Dublín. Sin embargo, la cobertura periodística de la crisis sigue en sus trece configurando un relato de la realidad cuyo objetivo es doble. Por un lado, suprimir toda resistencia social contra los recortes, en base a esa idea falsa de que la mayoría trabajadora vive por encima de sus posibilidades y el sistema es insostenible, por lo que nos toca aguantar lo que nos echen. Por otro, ocultar, o por lo menos no evidenciar con la suficiente contundencia, que la Unión Europea es la herramienta de la banca y la gran burguesía, que las finanzas planetarias siguen enloquecidas y sin control, que los rescates no son sino un repetido saqueo multimillonario de las arcas públicas en beneficio de la banca privada, y que ese saqueo es en gran medida el causante del déficit que nos quieren endosar a la mayoría trabajadora, mientras unos pocos se enriquecen de modo obsceno. Al mismo tiempo, sabiendo que la repetición crea verdad, insisten, de modo más o menos encubierto, en relacionar paro con inmigración y sistema público de sanidad o educación con mal funcionamiento y exceso de gasto, en convertir al pensionista en un parásito que vive demasiado, y en hacer del funcionariado en abstracto el chivo expiatorio de la vagancia y el malgasto.
Da igual lo que demuestren los datos. Da igual que en el caso de Grecia, por ejemplo, los especuladores consiguieran un 500% de beneficio en tres o cuatro meses: jamás les llamarán terroristas usurpadores. Da igual que los cuatro millones de irlandeses tengan que seguir pagando los excesos de la banca extranjera con unos recortes cuatro veces superiores a los introducidos por el primer ministro británico Cameron: lo importante es salvar a los bancos. Da igual que para cualquiera que tenga que acudir a un ambulatorio o un hospital público sea patente que se están reduciendo los servicios de modo vertiginoso y subcontratando y cediendo a empresas privadas las actividades más beneficiosas, en nombre curiosamente de la «rentabilidad financiera»: seguirán hablando del insoportable déficit de la sanidad. Da igual que exista información sobrante para poder afirmar con rotundidad que, en los servicios públicos en general y en la educación en particular, se están amortizando plazas, aumentando las cargas de trabajo y retrasando de modo escandaloso el cubrimiento de las bajas, con el consiguiente empeoramiento en las prestaciones: como la voz de su amo que son, siempre les dará más réditos hablar del absentismo laboral y demás supuestas «lacras» de lo público, y ocultar o mencionar sólo de pasada que, además de recortar los salarios, las instituciones estatales y autonómicas son grandes generadoras de trabajo basura, con el que, sin dudar, hacen unos enormes «ahorros», que luego pueden invertir en obras tan «sociales» como el TAV.
Al parecer, para el periodismo «especializado» no es relevante que, como mencionan en «Le Monde Diplomatique» de noviembre, el secreto mejor guardado de los planes de la Unión Europea y el FMI sea el pillaje de los fondos públicos para pagar las deudas de juego de la élite financiera mundial; pillaje que no ha hecho más que empezar, que está dejando ya profundas huellas objetivas y subjetivas en la mayoría trabajadora y del que, como ya hemos dicho, al parecer Alemania es la diseñadora y directora.
Ya que la mafia mediática -y los grandes sindicatos- nos van a seguir poniendo pistas falsas en el camino, tendremos que autoorganizarnos para aprender a leer este «nuevo» capitalismo y poder denunciarlo y combatirlo mejor, desde el lugar de trabajo, el barrio, la calle y el pensamiento crítico. James Connolly, el líder sindicalista fusilado por haber encabezado el Levantamiento de Pascua de 1916 al frente del Ejército Republicano Irlandés, estaba convencido de que sólo una república de trabajadores podría liberar a Irlanda de la dominación extranjera. El actual capitalismo desenfrenado y expoliador le ha dado la razón. A él, considerado como «uno de los muertos que nunca mueren», pero también a quienes siempre hemos considerado que liberación social y nacional son términos siameses, es decir, inseparables.
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