:: Periodista Digital
Escribe Ignacio Camacho en ABC que, por los amplios márgenes de ambigüedad del discurso contemplativo de Rajoy, ha irrumpido Esperanza Aguirre con el ardor thatcheriano y liberal de su propuesta contra los liberados sindicales, tan objetivamente razonable como acaso estratégicamente inoportuna.
En las vísperas de la huelga general, que es un conflicto al fin y al cabo fratricida entre los sindicatos y el Gobierno -aunque más bien parece una pelea de guante blanco-, la presidenta madrileña se ha metido por medio de las trincheras abiertas en la izquierda ofreciendo a las partes en discordia un blanco perfecto para su fuego concentrado.
Con las pocas ganas que tienen de discutir entre ellos, lo que les hacía falta era un pretexto para olvidarse de su pleito sociolaboral en torno a un enemigo común que Aguirre les ha proporcionado de forma espontánea.
Los tímidos gritos de «Zapatero dimisión» que empezaban a brotar de las filas sindicales se han vuelto de repente contra el rival que más les gusta, una derecha a la que no sabían cómo implicar hasta que se ha enredado ella sola.
Esperanza les ha tocado de verdad la fibra sensible, la de las cosas de comer, y si no fuese porque ya han convocado la huelga contra la política de ajuste gubernamental se la acabarían haciendo a su fetiche favorito. Raro será que no la saquen en el próximo vídeo del Chikilicuatre.
En términos objetivos, la iniciativa aguirrista es impecable y conecta con un clamor creciente contra el abuso de las prerrogativas sindicales, especialmente irritantes en tiempos de precariedad laboral y crisis económica.
Si acaso tiene un punto débil es que ese abuso se ha producido -sobre todo en la Administración- con la anuencia de todos los partidos, incluido el PP, que han preferido ponerse a bien con los sindicatos haciendo la vista gorda ante el sobredimensionamiento evidente de la bolsa de liberados.
A Aguirre le duele de forma especial porque la muy sindicalizada función pública se ha convertido en el ariete socialista contra su propia gobernanza. Su intención de poner pie en pared está cargada de razón aunque quizá ha elegido mal el momento, entregando al adversario una impagable baza de distracción de opinión pública.
El gran problema de los convocantes de la huelga es su escasa convicción, su escrúpulo ideológico y político por tenerle que organizar una «putada» al Gobierno hermano, y esta irrupción inesperada les permite olvidarse de sus diferencias para converger en el victimismo frente a la derecha.
El zapaterismo suspira aliviado -literalmente liberado- ante la posibilidad de compartir el desgaste. Y Rajoy se da cabezazos contra la pared: para una vez que había en este país un jaleo del que nadie le echaba la culpa lo han metido desde sus propias filas en una batalla que pensaba ganar sin involucrarse.
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