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Bajo el capitalismo, objetivamente hablando, la alimentación y la salud no dependen ya de una intervención divina. El capitalismo produce pobreza y muerte, pero no es ese su objetivo. El capitalismo produce riqueza, placeres y remedios, pero no es ese tampoco su objetivo. Como no puede hacer diferencias y ha desarrollado de una manera sin precedentes las fuerzas productivas –incluidas las tecnologías médicas y agrícolas- ha puesto a disposición del ser humano potencialidades que al mismo tiempo no le permite usar(…)”.

Texto del catálogo de la exposición Deseos, promesas, realidades. Ocho objetivos para el desarrollo. MUVIM, Valencia, 15 de octubre 2009 a 7 febrero 2010.

En la Biblia el profeta Isaías (11, 6-8 y 25, 8) anunciaba un tiempo en “que habitará el lobo juntamente con el cordero; y el tigre estará echado junto al cabrito” y en el que “el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará de toda la tierra el oprobio de su pueblo”. En los primeros siglos del cristianismo, Papías, Ireneo y Lactancio anticipaban una edad “en la que las viñas crecerán y cada una de ellas tendrá mil cepas, y en cada cepa habrá diez mil ramas y cada rama contará con diez mil botones y en cada botón habrá diez mil racimos y cada racimo tendrá diez mil uvas y cada uva dará veinticinco medidas de vino; y lo mismo sucederá con las frutas y todas las otras semillas”. Justino, por su parte, añadía que en esa Jerusalén futura "no se escucharán más gemidos ni lamentos; no habrá niños nacidos antes de término, ni ancianos que no cumplan su ciclo [...]. Se construirán casas y cada uno de nosotros vivirá en ellas; se plantarán viñedos y nosotros mismos comeremos su producto". Estas utopías religiosas de abundancia material reciben en la tradición cristiana el nombre de “milenarismo” porque confiaban en el establecimiento sobre la tierra, tras el segundo advenimiento de Cristo, de un Milenio de paz y bienestar para todos los seres humanos. De Montano a Müntzer, de Joaquín de Fiore a Jan de Leyden, de los taboristas a los anabaptistas, la historia de Europa estuvo enhebrada, o pespunteada, por un tozudo hilo milenarista, díscolo y soñador al mismo tiempo, que pretendía quebrar la lógica de los tiempos, que es siempre la de los poderosos, para imponer la de la justicia, reclamada por los pobres, los humillados, los sometidos.

En la Alemania del siglo XVI, los campesinos concibieron la reforma luterana a favor no sólo de la libre interpretación de la Biblia sino de la libre disposición de los bienes de este mundo. El hambre de pan, de tierras y de felicidad levantó contra los príncipes alemanes a campesinos y obreros urbanos en cuyos oídos -cuenta Ernest Bloch- “resonaba el fragor de la revolución mundial”, el rumor fantástico de un alzamiento global desde España hasta Turquía. Encabezados por Thomas Müntzer, confiados en la intervención de Cristo, los campesinos rebeldes, y sus predicadores comunistas, fueron vencidos en 1525 y después perseguidos, cazados, torturados y asesinados en toda Europa, culpables -como
denunciaba Lutero- de “querer invertir el orden de las cosas y poner en la tierra lo que debe seguir en el cielo”.
El milenarismo de los campesinos alemanes creía en el advenimiento de un nuevo orden social igualitario en el que la guerra sería definitivamente abolida como medio de dirimir las diferencias entre los pueblos, en el que las enfermedades y epidemias serían vencidas y olvidadas para siempre, en el que todos los seres humanos vivirían de su trabajo y en el que la justicia -para hombres y mujeres- imperaría sin diferencias en toda la tierra. ¿Nos resulta familiar? Estas son justamente las famosas Metas del Milenio establecidas en el año 2000 por las Naciones Unidas en un mundo que, como el del siglo XVI, sigue azotado por el hambre, la enfermedad, la desigualdad y la guerra.

El milenarismo europeo había adelantado fechas muy precisas, siempre aplazadas y desmentidas, para este cambio general. Hans Hut había previsto el inicio del Milenio para el período de Pentecostés del año 1528; Melchor Hoffman lo esperaba para 1533 y Miguel Servet, que había sumado el número apocalíptico de 1260 al año de 325, fecha del Concilio de Nicea, lo había anunciado para 1585. Las Naciones Unidas, por su parte, han fijado el año de 2015 para el cumplimiento de los objetivos del Milenio. Hans Hut, Melchor Hoffmann y Miguel Servet murieron martirizados sin ver realizadas sus predicciones, como miles, cientos de miles de personas morirán en el 2016 -según todos los indicios- sin ver materializado el compromiso de la ONU.

El milenarismo europeo, que mezclaba profundos y ancestrales sueños de abundancia e igualdad con residuos diurnos religiosos, excogitaba una salvación al mismo tiempo global, inminente, terrenal y colectiva. Condición y efecto del Milenio del Bienestar eran la coordinación de los esfuerzos y el consenso fraternal entre los hombres. Fue sin embargo el consenso de los poderosos -príncipes, papas y emperadores, con independencia de sus diferencias teológicas- el único que llegó a aquilatarse y el que aniquiló en Turingia las fuerzas desorganizadas de los certeros soñadores. Condición y efecto del Milenio de la ONU es también la coordinación y colaboración, tal y como se recoge en el Objetivo 8, el cual invoca en realidad -o suplica- un “consenso de los poderosos”. Se anuncian los objetivos y luego se establece, como objetivo también, la imposibilidad de alcanzarlos: la ayuda de la industria farmacéutica, el apoyo de los mercados financieros, la cooperación de las grandes multinacionales de la telecomunicación.

Puede parecer provocativa la asimilación de las metas del Milenio de la ONU al espíritu del milenarismo cristiano medieval y renacentista; pero lo cierto es que las diferencias no hacen sino agravar los reproches. Global, inminente, terrenal y colectiva, la salvación milenarista de los campesinos europeos sólo podía ser “sobrenatural”. Su infelicidad misma, y la desproporción entre sus ansias de dicha y sus medios de combate, les obligaba a dar un salto religioso -mientras revelaban los límites modificables de su situación social- por encima de las fuerzas productivas de su época: podían liberarse de sus amos, pero sólo Cristo podía garantizarles una vacuna contra el sarampión y una fuente inagotable de leche y de miel. Bajo el capitalismo, objetivamente hablando, la alimentación y la salud no dependen ya de una intervención divina. El capitalismo produce pobreza y muerte, pero no es ese su objetivo. El capitalismo produce riqueza, placeres y remedios, pero no es ese tampoco su objetivo. Como no puede hacer diferencias y ha desarrollado de una manera sin precedentes las fuerzas productivas –incluidas las tecnologías médicas y agrícolas- ha puesto a disposición del ser humano potencialidades que al mismo tiempo no le permite usar.

Las muertes por malaria, por sarampión, por dengue, por cólera, por disentería, por hambre, ¿son muertes naturales? ¿No son particularmente acusatorias en un mundo que puede curar esas enfermedades? ¿Que podría alimentar modestamente a todo el mundo? La violencia del capitalismo tiene que ver también con sus instrumentos de emancipación; es decir, con su necesidad intrínseca de –al mismo tiempo- multiplicar la riqueza y reprimir su uso, de aumentar los medios de salvación y prohibir su utilización, lo que se traduce en la naturalización de la muerte y la destrucción: “Los pobres”, nos decían los periódicos hace unos meses, “viven 30 años menos que los ricos”. ¿A quién, a qué fuerza silenciosa imputar esa diferencia? El Objetivo 8 de las Metas del Milenio, en su formulación misma, ¿no renuncia a enfrentarse a esa potencia que, al mismo tiempo que cumple los sueños de Isaias y de Justino, limita su disfrute, y de manera insostenible, a una zona reducidísima del planeta? ¿No hay menos ingenuidad sobrenatural en pedir la intervención de Cristo que en pedir la intervención de Roche, de Monsanto, de Sony, de la OMC, del FMI?

La ONU, ese gran progreso de la razón humana, puede formular pero no solucionar los problemas. No porque no logre un verdadero consenso sino porque no es capaz de impedir el “consenso de los poderosos”. La crisis actual, que se invoca como justificación del fracaso ya asumido de las Metas del Milenio, ha generado una intervención coordinada sin precedentes destinada a “refundar el capitalismo”. El 14 de septiembre del año 2008, el mismo día en que la FAO informaba de que el hambre afectaba ya a casi 1.000 millones de seres humanos y valoraba en 30.000 millones de dólares la ayuda necesaria para salvar sus vidas, la acción concertada de seis bancos centrales (EEUU, UE, Japón, Canadá, Inglaterra y Suiza), inyectó 180.000 millones de dólares en los mercados financieros para salvar a los bancos privados. A continuación, el consenso de los poderosos, cristalizado en una cumbre del G-20 y otra del G-8, ha proporcionado aún más dinero para sostener las instituciones y empresas capitalistas y ha adoptado medidas convergentes para avanzar alegremente hacia el abismo sin cuestionar el modelo. ¿Es esto cumplir el Objetivo 8 de las Metas del Milenio? Quizás sí, pero en todo caso no esa esa la preocupación de los poderosos, como lo demuestra el escaso interés que despertó, tanto por parte de los gobiernos como de los medios de comunicación, la “Conferencia de las Naciones Unidas sobre la crisis financiera y económica mundial”, denominada G-192 y celebrada casi a escondidas el pasado mes de junio en Nueva York, muy poco después de que los miembros del G-8 se reunieran, bajo la luz de los reflectores, en Italia.

Sea como fuere, hay algo hermoso, emocionante y precursor incluso en el “consenso de los poderosos”: eso es lo que se llama “planificación”. En tiempos de Marx, el capitalismo era sólo “una excepción en algunas regiones del planeta” y, si ha llegado a cubrir el conjunto de la superficie del globo, ha sido gracias a una permanente intervención estatal, a una “planificación” ininterrumpida que combinaba y combina los desalojos de tierras, las acciones armadas, las medidas proteccionistas, los golpes de Estado y los acuerdos internacionales. Nunca a lo largo de la historia un experimento económico ha dispuesto de medios más poderosos ni de condiciones más favorables para demostrar su superioridad. En los últimos sesenta años, la minoría organizada que gestiona el capitalismo global se ha visto apoyada, a una escala sin precedentes, por toda una serie de instituciones internacionales (el FMI, el Banco Mundial, la OMC, el G-8, el G-20 etc.) que han concebido en libertad, y aplicado contra todos los obstáculos, políticas de liberalización y privatización de la economía mundial. Después de 200 años de existencia libre, apoyado, defendido, apuntalado por todos los poderes y todas las instituciones de la tierra, el trasto viejo y homicida nos ha traído hasta aquí: 1.000 millones de seres humanos se están muriendo de hambre y, si no corremos ahora a socorrer a los culpables, los demás quizás acabemos enterrados con los más pobres después de habernos matado unos a otros.

Parece, pues, que planificar para salvar bancos y aseguradoras no sirve, al menos para cumplir los Objetivos del Milenio. ¿Y planificar para salvar vidas? Esto no lo hemos probado aún. Capitalismo y socialismo no se retaron en mundos paralelos y en igualdad de condiciones, cada uno en su laboratorio desinfectado y puro, sino que el socialismo nació contra el capitalismo histórico, para defenderse de él, y nunca ha fracasado porque nunca ha tenido ni medios ni apoyos para poner a prueba su modelo. Lo poco que intuimos en la actualidad es más bien esperanzador: a partir de una historia semejante de colonialismo y subdesarrollo, el socialismo ha hecho mucho más por Cuba que el capitalismo por Haití o el Congo. Cuando se habla de “socialismo en un solo país” se olvida que igualmente imposible es “el capitalismo en un solo país” y que por eso se ha dotado de una musculosa organización internacional capaz de penetrar todos los rincones y todas las relaciones. ¿Qué pasaría si la ONU decidiese aplicar su carta de DDHH y de Derechos Sociales? ¿Si la FAO la dirigiese un socialista cubano? ¿Si el modelo de intercambio comercial fuera el ALBA y no la OMC? ¿Si el Banco del Sur fuese tan potente como el F.M.I? ¿Si todas las instituciones internacionales impusiesen a los díscolos capitalistas programas de ajuste estructural orientados a aumentar el gasto público, nacionalizar los recursos básicos y proteger los derechos sociales y laborales? ¿Si seis bancos centrales de Estados poderosos interviniesen masivamente para garantizar las ventajas del socialismo, amenazadas por un huracán? ¿No sería ése realmente el Objetivo 8? Podemos decir que la minoría organizada que gestiona el capitalismo no lo permitirá, pero no podemos decir que no funcionaría.

El cumplimiento de los 7 primeros objetivos del Milenio de la ONU depende de que se cumpla primero el octavo y eso -mucho me temo- no depende sólo de formularlo bien. No estaría mal, en todo caso, empezar por hacer eso. El milenarismo cristiano es hoy por fin materialmente realista. Hagámoslo por fin materialmente realidad.

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