¿Debería George W. Bush ser arrestado en Canadá y juzgado por crímenes internacionales?
por Anthony J. Hall*
Durante demasiados años, algunos sociólogos se han destacado por su participación en una campaña de propaganda tendiente a denigrar cualquier crítica contra la política de Estados Unidos presentándola como una fascinación patológica de las masas por el conspiracionismo. Los tiempos cambian. Durante la prestigiosa conferencia anual de sociología de la universidad de Winnipeg (Canadá), el 6 de marzo de 2009, el profesor Anthony J. Hall se refirió a la impunidad que el tabú del 11 de septiembre confiere a la administración Bush. Reproducimos a continuación una versión de su intervención.
Graves acusaciones de crímenes pesan sobre el ex presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y sobre el actual presidente de Sudán, Omar al-Bashir. A finales de febrero de 2009 se informó que la Corte Penal Internacional basada en La Haya se prepara para emitir una orden en contra de al-Bashir, basándose en su presunta culpabilidad por crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio.
En momentos en que se preparaban esos documentos contra el jefe de Estado de Sudán, el ex presidente Bush se aprestaba para una serie de conferencias remuneradas comenzando por Calgary, en Alberta (Canadá), el 17 de marzo. La visita de Bush a la capital petrolera de Alberta parece poner a prueba la coherencia y la autenticidad de la posición «inequívoca» del gobierno canadiense, según la cual «Canadá no es ni se convertirá en un refugio seguro para las personas implicadas en crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad u otros actos reprensibles».
El contraste entre la manera de tratar a Bush y a al-Bashir fue resaltado casi sin querer por Geoffrey York, un colega con quien yo conversaba a menudo hace casi 20 años, cuando ambos éramos corresponsales del diario Globe and Mail, sobre las peripecias de cuestiones autóctonas de Manitoba, que varias veces se convirtieron en temas que centraron la atención del país. York escribía en su reportaje sobre los cargos expuestos conra al-Bashir: «Por primera vez en la historia, un tribunal penal internacional se prepara para emitir una orden de arresto contra un jefe de Estado, acusándolo de orquestar una campaña de asesinatos, de torturas y violaciones.» Este periodista estimaba que la iniciativa de la CPI iba a ser «saludada por muchos como una señal de que nadie esta por encima de la ley.»
El impresionante contraste entre el trato a al-Bashir y el que se le da a Bush sirve para aclarar la división en dos grandes categorías que existe en el mundo cuando se trata de criminales (o de presuntos criminales): una de ellas se compone de una pequeña élite esencialmente situada por encima de la ley y la otra de gente que no es lo bastante rica ni lo bastante influyente como para escapar a la fuerza coercitiva de la ley. No sin ironía llegué yo a esa conclusión. Por un lado, la decisión de la CPI de emprender acciones contra al-Bashir, así como la de abrir un verdadero proceso contra el señor de la guerra congolés Thomas Lubanga Dilo, en enero de 2009, son síntomas de una importante transformación de la CPI. El tribunal ha dejado de ser un simple vocero de la expresión de nobles ideales para convertirse en un espacio de verdadero compromiso tendiente a someter el reino del asesinato, de la mutilación y de la intimidación a la superior autoridad del derecho.
Por otra parte, al señalar en su primera acción jurídica la responsabilidad de potentados locales en las regiones de África que sufren, a menudo bajo la dominación de los cárteles de las materias primas y de sus regímenes de clientela, la CPI subrayó sobre todo la hipocresía del Occidente que protege a sus propios señores de la guerra y a los que se benefician con ésta en el seno del complejo militar e industrial manteniéndolos a salvo de toda responsabilidad jurídica por los actos de violencia de sus agentes: muchos de aquellos que día a día planifican, instigan, financian, arman, facilitan y se implican en esa explotación forman parte del llamado sector privado. En efecto, el doble rasero que la CPI promueve al escoger sus objetivos en materia de acciones legales no hace más que reproducir, en el plano internacional, la gran duplicidad del sistema de justicia penal de Estados Unidos.
Tal y como lo demuestra crudamente la proporción desigual y escandalosamente elevada de negros hacinados en las prisiones privatizadas de la superpotencia en declive [1], las fuerzas del orden y de la justicia realizan esfuerzos desproporcionados, es evidente, por criminalizar a los afronorteamericanos pobres, mientras que apartan cuidadosamente su atención de los habitantes de piel clara de los suburbios residenciales y de los enclaves aún más escasos donde se concentra la riqueza extrema. ¿Se limitarán las autoridades encargadas de la aplicación del nuevo derecho internacional a perseguir a los pandilleros en el ghetto continental africano mientras que miran para otro lado cuando se trata de redes criminales más globales, que tienen sus sedes en América del Norte, en Europa, en Israel y, cada vez más a menudo, en China, en la India y en Rusia?
Si la reputación de Omar al-Bashir dista mucho de ser internacional, George Bush es en cambio uno de los hombres más conocidos a través del mundo. A lo largo de los 8 años de su desastrosa presidencia, Bush logró ganarse el odio de todo el planeta. [Bush] es ampliamente detestado a causa de sus decisiones políticas y de la camada de halcones belicistas, de corsarios del capital, de propagandistas de la mentira, de evangélicos fanáticos, de usureros, de enfermos defensores de la tortura y de generales sicóticos que conformaban su séquito [2].
Una parte importante de la opinión pública mundial ve a ese desacreditado individuo como la encarnación de algo mucho peor que un dirigente execrable. Consideran al presidente número 43 de los Estados Unidos como un individuo grosero, que no respeta las leyes. En efecto, muchos ven, con toda razón, a Bush como un desviado patológico que cultivaba el delirante sueño de que el poderío que implicaba su función le confería todos los poderes para autorizar a las fuerzas armadas d su país y a las compañías de mercenarios privados a perpetrar masacres, a hacer desaparecer gente y a cometer las más graves torturas en proporciones que llegan al genocidio.
Esa visión, muy popular, se basa en el creciente número de estudios jurídicos de universitarios que utilizan elementos probatorios ya disponibles en la esfera del dominio público para establecer que George Bush y sus subalternos violaron numerosas leyes nacionales e internacionales, incluidas las Convenciones de Ginebra y las instancias de la ONU que prohíben la tortura. Philippe Sands, Francis Boyle [3] y el profesor Michael Mandel, de l’Osgood Hall Law School, tres de los más activos juristas internacionales, han demostrado que George Bush y su gabinete de guerra violaron el derecho internacional muchas, pero muchas veces.
De hecho, es larga la lista de juristas que tratan de llevar al ex presidente estadounidense a comparecer ante la justicia. Mediante su nuevo libro, The Prosecution of George W. Bush for Murder, Vincent Bugliosi, que fue fiscal en el caso de Charles Manson, une su voz a la multitud [4].
Teniendo en cuenta la esencia y la amplitud de la documentación ya recogida para inculpar a Bush y a muchos de sus principales colaboradores por crímenes nacionales e internacionales, el hecho que el ex presidente pueda darse el lujo de cruzar las fronteras internacionales para pronunciar discursos en lugares como Calgary es un indicador de la disfunción jurídica de los órganos de aplicación de la ley. ¿Consiste acaso el papel de esos organismos en proteger la propiedad y el prestigio de los ricos ante los marginados y los desposeídos?
¿No es acaso la ley una simple ilusión si no logra contener el uso abusivo de la violencia para enraizar los privilegios e intimidar a la oposición? ¿Se levantarán las autoridades de la Corona en Canadá o el ministerio público en otros países para demostrar su propio respeto por el imperio de la ley y su aplicación por igual al presidente tanto como al indigente, a los colonos como al autóctono, al blanco tanto como al negro? ¿Cómo podemos transformar los códigos, frecuentemente racistas, contenidos en la retórica de la ley y el orden y ponerlos a la altura de las normas requeridas para que se respete la supremacía del derecho?
¿Se le concederá algún día a la verdad su oportunidad de imponerse en un juicio en el que, no sólo Bush, sino también Richard Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Condoleezza Rice y otros más, tengan que rendir cuentas por sus decisiones y sus acciones en el desencadenamiento de guerras de agresión? Como principales estrategas, los industriales del armamento y del petróleo, los dueños de empresas de mercenarios y sus cabilderos y propagandistas, la mayoría de esos individuos contribuyeron a elaborar los planes de ese proyecto para un nuevo siglo estadounidense, o sea la privatización de nuestra economía sobre la base del terror y de las falsas justificaciones por las llamadas «guerras preventivas».
Un año antes del 11 de septiembre, el PNAC anunciaba la necesidad de un «nuevo Pearl Harbor», que creara el clima de histeria necesario para la realización de los objetivos de sus promotores. El más ambicioso de todos [esos planes] era la creación de un pretexto para hacerse del control de los recursos petroleros, en Irak y en todo el Medio Oriente.
Imaginar el mundo regido por el derecho internacional
Hace varias generaciones que quedó establecido el principio de que todos los pueblos del mundo y sus gobiernos estaban obligados a reconocer el interés común de la competencia universal, cuando se trata de lidiar con la más alta forma de criminalidad. A su regreso de África, en 1890, George Washington Williams, un misionero negro de Estados Unidos, contribuyó a instaurar el pensamiento legal en ese sentido.
Al buscar palabras lo bastantes descriptivas como para ilustrar las espantosas violaciones de los derechos humanos que había visto en el Estado supuestamente libre del Congo del rey Leopoldo, Williams concibió la expresión «crímenes contra la humanidad». En 1944, un judío polaco que había logrado escapar al horror nazi en Europa se basó en su propia experiencia para reforzar el vocabulario de la criminalidad internacional. Raphael Lemkin inventó la noción de «genocidio» para contribuir al avance del proyecto de tratar de abordar crímenes tan graves que comprometían la supervivencia misma de una parte de la familia humana.
Lemkin trató de que no hubiese, en todo el mundo, inmunidad ni refugio para los implicados en la eliminación de grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos; mecanismos a los que también agrega el genocidio cultural. Lemkin contribuyó a ayudar a las delegaciones de la Organización de las Naciones Unidas a instaurar, en 1948, la Convención sobre la Prevención y la Represión del Crimen de Genocidio. No fue hasta 1989 que Estados Unidos reconoció ese pilar fundamental del derecho internacional.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense fue considerado, por corto tiempo, como el principal defensor del principio de que todo el que incurre en las formas más graves de criminalidad internacional debe ser individualmente considerado como responsable, como persona. Esa breve convergencia entre el pragmatismo y el idealismo se puso en práctica en los procesos de Nuremberg y de Tokio, durante los cuales algunos dirigentes del derrotado Eje fueron juzgados ante tribunales militares internacionales. Al describir sus objetivos ante el presidente estadounidense Harry Truman, el fiscal general del gobierno de Estados Unidos en Nuremberg, Robert Jackson, explicó que había llegado el momento de establecer con claridad «que la guerra de agresión es ilegal y criminal».
En su opinión, ese tipo de actividad, incluyendo las campañas «de exterminio, sometimiento y deportación de civiles», eran «crímenes internacionales» por los cuales «los individuos son responsables». Al presentar su argumentación ante los jueces, Jackson subrayó la importancia de ir más allá de todas las antiguas líneas de defensa que habían proporcionado «inmunidad a prácticamente todas las personas implicadas en los más grandes crímenes contra la humanidad y la paz». «Un campo tan amplio de irresponsabilidad» no podía seguir siendo «tolerado» porque «la civilización moderna pone ilimitadas armas de destrucción en manos de los hombres».
El vocabulario que los jueces de Nuremberg utilizaron para decidir la pena contra los condenados nazis subraya que «el hecho de desencadenar una guerra de agresión no sólo es un crimen internacional; es el crimen internacional supremo que se diferencia de los demás crímenes de guerra únicamente porque encierra en sí mismo todo el mal acumulado del conjunto». Los considerandos de Nuremberg se perfeccionaron y en 1950 la Organización de las Naciones Unidas los adoptó como principios que incluyen, precisamente, la naturaleza misma de los actos ilegales conocidos por haber tenido lugar, por ejemplo, en Abu Ghraib y en Guantánamo, bajo la presidencia de George W. Bush.
Los principios de Nuremberg dividen la criminalidad internacional en tres categorías: los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. Uno de esos principios estipula que «el hecho que el autor de un crimen internacional haya actuado en calidad de jefe de Estado o de funcionario no lo libera de su responsabilidad ante el derecho internacional». [5]
Aunque la Corte Penal Internacional es un nuevo elemento agregado a la infraestructura jurídica del derecho penal internacional, esta instancia se basa en esperanzas, ideales y tradiciones profundamente enraizados en muchas sociedades que buscan justicia. A pesar de todos sus problemas y lagunas, la CPI es la mejor expresión de un intento tendiente a implementar muchas de las más conmovedores declaraciones de la humanidad que proclaman la igualdad en lo tocante a la importancia de cada vida humana, tal y como se define en la Declaración Universal de Derechos Humanos.
La CPI surgió como consecuencia de un estudio de las Naciones Unidas para convertirse en una verdadera entidad del Estatuto de Roma, en 1998. El tribunal tomó forma institucional en 2002. Actualmente cuenta 108 Estados miembros, entre ellos Canadá, y otros 40 Estados más están vías de ratificar el Estatuto de Roma.
Los gobiernos de Rusia, la India y China se oponen a la Corte. El presidente Bill Clinton firmó el Tratado de Roma en nombre de su gobierno, pero el presidente Bush anuló en 2002 la firma de su predecesor en el marco de sus profundos y múltiples esfuerzos tendientes a sacar a Estados Unidos de varios acuerdos multilaterales. ¿Sigue siendo la CPI la mayor esperanza para el futuro, o el hasta ahora lamentable fracaso de los Estados en defender e imponer el respeto de la supremacía del derecho internacional nos está llevando a una fase en la que la humanidad va a tener que buscar otro camino? ¿Hemos llegado acaso a un punto de la evolución de la comunidad mundial en que es posible, quizás hasta necesario, empezar a instaurar las estructuras de una verdadera jurisdicción cuyos funcionarios hagan uso de su competencia para arbitrar y lograr la aplicación del derecho penal internacional mediante la expresión de cierta forma de ciudadanía compartida de la humanidad?
Calgary y el Congo
Está en juego mucho más de lo que a simple vista se puede discernir a partir de la decisión de George Bush de aceptar una invitación a hacer uso de la palabra ante una audiencia de empresarios reunidos en Calgary por invitación de la Cámara de Comercio local. Según David Taras, profesor de Ciencias Políticas en la universidad de Calgary, hay que interpretar esto como una estrategia del ex presidente de Estados Unidos para comenzar, en ese centro urbano «muy conservador y pro americano», el proceso de rehabilitación de su imagen ante el público. Hay quienes llaman a Calgary «el Houston del norte», sobrenombre que no ilustra en realidad el verdadero carácter de la ciudad.
Calgary es casi, en efecto, una colonia de Houston y de Dallas, en el plano económico y, en cierta medida, política y culturalmente. Une importante proporción de sus habitantes emigraron desde Texas o tienen parientes que llegaron al norte provenientes del Estado del ex gobernador Bush. Calgary es la base política y circunscripción del gobierno minoritario del actual dirigente de Canadá, el primer ministro Stephen Harper.
En el año 2001, Harper y algunos de sus más cercados consejeros en esa provincia expusieron claramente sus posiciones llenas de prejuicios cuando aconsejaron la construcción de un «cortafuegos» alrededor de la provincia de Alberta para preservar sus recursos petrolíferos y sus agencias de la autoridad constitucional del gobierno nacional de Canadá.
Durante los últimos 8 años Harper actuó más o menos como el principal propietario de la marca de fábrica Bush. Como líder de la oposición, Harper amonestó al primer ministro Jean Chrétien por no haber involucrado tropas canadienses en la invasión anglo-estadounidense y la ocupación de Irak. Harper trabajó en estrecha colaboración con el ex primer ministro de la provincia de Alberta, Ralph Klein, oponiéndose al protocolo de Kyoto sobre el cambio climático mundial. Ambos adoptaron el discurso político desarrollado por la firma de consejería y relaciones públicas Burson-Marsteller. La rama de esa sociedad en Calgary es la National Public Relations, cuyos «encargados verdes de la comunicación» crearon organizaciones de pantalla, como la Canadian Coalition for Responsible Environmental Solutions.
David Frum fue uno de los fervientes guardianes del eje ideológico que vincula a la provincia de Alberta con el equipo de la Casa Blanca de Bush. Antes de que Frum se convirtiera en uno de los principales propagandistas de la «guerra contra el terror» de George Bush [6] este ícono de los neoconservadores se había ganado sus galones trabajando en la publicación libertariana Alberta Report, del evangelista Ted Byfield. Frum goza de amplio crédito como hombre de derecha por haber ayudado a renovar la condena del «Imperio del Mal» de Ronald Reagan mediante la elaboración de la fórmula «Eje del Mal», fórmula que George Bush hizo célebre al incluirla en su propaganda a favor de la guerra de agresión, en su discurso presidencial sobre el Estado de la Unión, en enero de 2002. Por consiguiente, numerosas fuerzas de la historia convergen en la manera en que los funcionarios de Inmigración y del ministerio de Justicia recibirán a Bush cuando aterrice en el aeropuerto internacional de Calgary.
El 23 de febrero de 2009, una organización identificada como Abogados contra la Guerra hizo saber a varios funcionarios, incluyendo al primer ministro Harper y al jefe de la oposición de su Graciosa Majestad, que «George W. Bush, ex presidente de Estados Unidos y [ex] comandante en jefe de las fuerzas armadas estadounidenses, es sospechoso de tortura y de otras violaciones flagrantes de los derechos humanos, de crímenes contra la humanidad y de crímenes de guerra».
Haciendo referencia a disposiciones muy precisas de la ley de inmigración y de las secciones que se refieren específicamente a los crímenes contra la humanidad y los crímenes de guerra, los juristas precisaron por qué Bush no debía ser autorizado a entrar al país. Explican además que, si se otorga a Bush la autorización para ingresar al territorio canadiense, la policía canadiense tendría que arrestarlo. En apoyo de sus afirmaciones, los juristas citan numerosas fuentes, incluyendo elementos probatorios provenientes de un informe interno del ejército estadounidense terminado en junio de 2008 por el general Antonio Taquba.
También citaron algunas de las conclusiones que rindiera, en febrero de 2009, el Relator Especial de Naciones Unidas para la Tortura, Manfred Nowak. Este responsable de la ONU escribe: «Tenemos todos los elementos probatorios que demuestran que los métodos de tortura utilizados en los interrogatorios por el gobierno de Estados Unidos fueron especialmente ordenados por el ex secretario americano de Defensa Donald Rumsfeld … Es evidentemente que esas órdenes fueron impartidas con conocimiento par las más altas autoridades de los Estados Unidos.»
Existen numerosos aspectos canadienses en la proliferación mundial de la tortura, las restituciones extraordinarias, las encarcelaciones injustificadas, la negación del debido proceso y otras violaciones flagrantes de los derechos humanos que, en la mayoría de los casos, implican de una forma u otra a la Casa Blanca de George Bush.
La real gendarmería de Canadá, el ministerio canadiense de Relaciones Exteriores y el Servicio canadiense de Inteligencia de Seguridad están implicados junto al conjunto de ramas del gobierno estadounidense en los hechos que condujeron a la encarcelación y tortura en Siria de los ciudadanos canadienses Maher Arar, Abdullah Almalki, Ahmed El-Maati y Muayyed Nureddin. El terrorismo de Estado que se abatió sobre esas personas constituye una pequeña parte del régimen transnacional de negación del derecho que resultó de la afirmación ilegal por parte del presidente de los Estados Unidos de su competencia jurisdiccional sobre cualquier persona, en cualquier lugar del mundo, que el poder ejecutivo de Estados Unidos designara como combatiente enemigo ilegal.
Ese término de «combatiente enemigo ilegal» es una expresión inventada por los consejeros de George Bush como instrumento lingüístico para que el gobierno renegado de los propios Estados Unidos pudiera sustraerse a la jurisdicción del derecho internacional, o incluso a su propia legislación. Michael Keefer, de la universidad de Guelph, ha estudiado cuidadosamente el celo del gobierno de Stephen Harper por reproducir la estrategia de George W. Bush tendiente a ampliar el papel de la seguridad nacional estatal manipulando hasta la histeria la carta de la amenaza que representa la supuesta existencia de una célula terrorista islamista local en la región del Gran Toronto. Keefer ha mostrado la manera como la GRC utilizó «submarinos» a sueldo que recibieron varios millones de dólares por la fabricación de lo que se convertiría un fiasco cuando las «acusaciones se evaporaron».
El caso literalmente «implosionó» después que la GRC había creado condiciones políticas para que el primer ministro Harper pudiera difundir, en 2006, la versión canadiense de las teorías alucinatorias de George Bush sobre el «odio» imaginario que supuestamente siente el Islam hacia las libertades occidentales. La debacle fue grande, pero probablemente no lo suficiente como para evitar la destrucción de las vidas de los jóvenes que quedaron traumatizados, a pesar de haber salido libres de los tribunales. Según Keefer, ese episodio era esencialmente, en su conjunto, «una operación de propaganda montada para reforzar la fraudulenta operación de manipulación sicológica que es la guerra contra el terrorismo posterior al 11 de septiembre».
El papel de los gobiernos canadiense y estadounidense como socios en las flagrantes violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional aparece con total transparencia en el caso del ciudadano canadiense Omar Khadr [7]. Khadr era un niño-soldado de 15 años cuando las fuerzas estadounidenses lo arrestaron, luego de un incidente violento en el que sufrió dos heridas. Poco después de aquel dudoso incidente, Khadr fue enviado al tristemente célebre campamento X-Ray de Guantánamo, en Cuba. El primer ministro Stephen Harper utilizó el caso para afirmar públicamente su voluntad de subordinar la soberanía de Canadá a la cultura de dominación militar de la América de George Bush.
A diferencia de los dirigentes de los demás países occidentales que intervinieron con éxito para lograr la liberación de ciudadanos recluidos en Guantánamo, Harper convirtió en una cuestión de honor el no solicitar a las autoridades estadounidenses el regreso de Omar Khadr al país donde nació. El general canadiense Romeo Dallaire, que ha participado en las operaciones de paz de las Naciones Unidas, hizo varias observaciones sobre la importancia del caso de Omar Khadr como experimento, por parte de los gobiernos canadiense y estadounidense, de la decisión de no respetar las leyes internacionales que prohíben los procesos contra niños-soldados.
Dallaire escribió: «Nosotros permitimos que Estados Unidos juzgara a un niño-soldado ante un tribunal militar cuyos procedimientos violan los principios fundamentales de la justicia.» El general presentó «pruebas irrefutables de fechorías [por parte] de Estados Unidos», de «alteraciones» de pruebas por parte de los funcionarios y de diversas formas de abusos cometidos contra Omar Khadr, incluyendo amenazas de «violación y de muerte». En el caso de Omar Khadr, Dallaire acusa al gobierno de Canadá de haberse hecho cómplice de «una afrenta a los derechos humanos y al derecho internacional.»
Es casi seguro que las futuras generaciones verán en el desprecio, en Guantánamo Bay y Abou Ghraib, por todos los principios reconocidos del derecho estadounidense e internacional un elemento definitorio de los parámetros de infamia de los dos mandatos de la presidencia de George W. Bush. Asqueados, varios juristas militares renunciaron a sus puestos en Guantánamo, entre ellos el coronel Morris Davis, que fungía como fiscal en jefe. Un más reciente whistler blower (Denunciante. NdT) es el teniente coronel Darrel Vandeveld, ex fiscal. Como se reportaba el 2 de marzo de 2009 en el Globe and Mail, Vandeveld condenó los «tratamientos sádicos», los «abusos» y el «simulacro» de justicia que se aplicó a Khadr y a los demás detenidos en el «indecible desorden» de Guantánamo.
Es el «gulag de nuestra época», declaró Amnesty International. «Yo no podía creer que los americanos pudieran hacer eso», declaró Vandeveld, quien pudiera perfectamente ser llamado a prestar testimonio ante un tribunal de derecho nacional o internacional.
La causa por el procesamiento, en un gulag estadounidense, de un muchacho capturado cuando era un niño-soldado hace planear una sombra extraña y reveladora sobre la causa, que coincide en el tiempo, correspondiente a la inculpación de Thomas Lubanga Dilo por la CPI en La Haya. A Lubanga se le acusó de haber reclutado y desplegado niños-soldados en el este del Congo. Numerosas empresas mineras canadienses y estadounidenses se encuentran, y ocupan un destacado lugar, entre las empresas occidentales (de América del Norte, Europa y Sudáfrica) que contribuyen a alimentar los conflictos en los que regularmente se utilizan niños-soldados.
Los niños-soldados siguen siendo utilizados por quienes se benefician, desde los dos extremos de la cadena, con los crímenes masivos y el caos en una zona que ha vivido lo que ampliamente clasifica como el mayor genocidio desde la Segunda Guerra mundial.
Con su posición común en el caso de Omar Khadr, ¿no han transgredido acaso George Bush y Stephen Harper el mismo derecho internacional de cuya violación se acusa hoy a Lubanga? En momentos en que nos acercamos al término del primer decenio del siglo XXI, ¿pudiera existir acaso prueba más flagrante de la anarquía cultivada al más alto nivel de nuestros gobiernos? ¿Qué más puede decirse cuando un ex presidente estadounidense, el actual primer ministro canadiense y un señor de la guerra congolés pueden verse acusados al unísono de haber incurrido en el mismo desprecio por las leyes internacionales que prohíben el reclutamiento y el procesamiento penal de niños-soldados?
Hacer frente a las mentiras del 11 de septiembre
No resulta difícil imaginar los principales argumentos de la defensa, si George W. Bush, Richard Cheney, Donald Rumsfeld y otros de la misma ralea tuvieran que enfrentar a sus acusadores en una corte de justicia. La base de su defensa consistiría seguramente en afirmar que su país fue atacado en 2001 por un enemigo externo que utiliza tácticas tan audaces e inesperadas que los terroristas islámicos lograron tomar desprevenidos a todo el complejo militar e industrial, así como a la enorme maquinaria de la seguridad nacional. En base a ello, los abogados defensores afirmarían que las invasiones de Afganistán e Irak, al igual que todas las demás acciones, no pueden interpretarse como elementos de una guerra de agresión.
No deberían ser consideradas como parte de un plan coordinado de agresión militar correspondiente a lo que los jueces de Nuremberg definieron hace tiempo como «el crimen internacional supremo que se distingue de los demás crímenes de guerra solamente en la medida en que encierra en sí mismo todo el mal acumulado del conjunto.» Prosiguiendo su argumentación, los abogados defensores afirmarían que todo lo sucedido durante una guerra (justa y civilizada) contra el terrorismo no debe interpretarse como una guerra de agresión. Por el contrario, esas acciones tendrían que verse como una forma de autodefensa necesaria o quizás como acciones preventivas que se emprendieron por precaución con la esperanza de salvar vidas inocentes de la amenaza violenta de los extremistas islamistas.
Estemos o no concientes de ello, se nos bombardea constantemente con el mensaje de que tenemos razones para temer el salvajismo de los terroristas, mensaje cuidadosamente elaborado por quienes practican la llamada «gestión de las percepciones» para inculcar una constante sospecha sobre todo el mundo árabe y musulmán.
En efecto, la mitología popular de la guerra contra el terrorismo conforma el elemento esencial que sirve de basamento a la economía del terror que alimentó el crecimiento del enorme complejo militar e industrial a lo largo de la presidencia de George W. Bush en Estados Unidos. Al no existir ya el viejo enemigo de la época de la guerra fría, se necesitaba un nuevo enemigo. Empresas como Blackwater, la firma de mercenarios de Eric Prince, lograron prosperar en el mismo molde privatizado, como sucedió durante la guerra santa (o yihad) capitalista contra «el Imperio del Mal» soviético.
Como contrainterrogatorio a los testimonios que pudieran presentar el 11 de septiembre como la principal justificación de las medidas adoptadas en nombre de la guerra contra el terrorismo, un fiscal podría enfrentar a Bush y los demás de la siguiente manera. Podría citar a comparecer como testigos a ciertos responsables estadounidenses cuya supuesta negligencia y/o incompetencia ocasionaron el fracaso que permitió que los terroristas lograran golpear sus blancos, a pesar de que éstos estaban muy protegidos.
El fiscal podría pedir aclaraciones sobre lo sucedido a los funcionarios cuyos engaños y errores provocaron fallos sin precedentes, por ejemplo, a los encargados de la inteligencia, del contraespionaje, de la seguridad en los aeropuertos, de la defensa aérea y de la aplicación de las leyes de inmigración, y aclarar si todos los funcionarios incompetentes fueron despedidos, si algunos fueron sancionados, si alguien dimitió. El acusado respondería que no y el fiscal preguntaría entonces: «¿Por qué no?» Si los asesinatos en masa y la destrucción que ocasionó el 11 de septiembre son imputables a un masivo fracaso de la seguridad nacional, ¿por qué no asumió nadie la responsabilidad o fue considerado responsable de algún elemento preciso del supuesto fracaso? ¿Y qué pasó con la responsabilidad del propio George W. Bush en esa debacle?
¿Cómo es que el propio presidente no se hizo cargo inmediatamente de la crisis presentándose en Washington, en vez de huir a la otra punta de América en su avión Air Force One dejando a Richard Cheney, el ex presidente de Halliburton, al frente de las operaciones en el bunker subterráneo de la Casa Blanca en aquel fatídico día que fue el 11 de septiembre de 2001?
Las faltas más graves en lo tocante a los sucesos del 11 de septiembre no son cosa de las agencias de inteligencia de los Estados Unidos, de los servicios de seguridad de los aeropuertos, del NORAD, etc. Todo lo contrario, la más profunda y oscura incapacidad para protegernos de los enemigos que nos amenazan hay que buscarla del lado de los periodistas, de los grandes medios, de los profesores y las universidades que les (nos) dan trabajo.
Somos nosotros quienes, en la inmensa mayoría de los casos, hemos preferido renunciar a nuestro escepticismo y, con él, a nuestra ética profesional, así como a nuestras responsabilidades. Nuestra clase o nuestra casta siguen respondiendo en su conjunto a los sucesos del 11 de septiembre de una manera más expeditiva que racional. A mi modo de ver, se trata, por consiguiente, de una traición en masa por parte de los intelectuales, que constituye el resultado subyacente más importante de la continuación del fraude conocido bajo el nombre de «guerra contra el terrorismo».
La guerra contra el terrorismo sigue siendo producida, promovida y vendida al público mediante la campaña de guerra sicológica más grande que se haya emprendido nunca. ¿Cuántos de entre nosotros nos hacemos cómplices de esa negra maquinación con nuestro silencio, factor principal que permite la continuación de guerras de agresión justificadas en nombre de la teoría oficial del complot del 11 de septiembre, tan infundada como carente de pruebas?
No es mi objetivo desmontar aquí las mentiras y crímenes de la Casa Blanca de Bush o, más recientemente, la disimulación por parte del presidente Obama de los elementos claves sobre la verdad de lo sucedido en la mañana del 11 de septiembre de 2001. He tratado incluso de hacer ese análisis, aunque no de la manera tan exhaustiva, experta y profesional en que otros lo han hecho. Pudiera yo citar decenas, incluso centenares, de sólidas contribuciones científicas tendientes a reunir pruebas específicas que analizan minuciosa y detalladamente lo que probablemente y ciertamente sucedió, al igual que lo que no sucedió, en aquella luminosa mañana del final del verano de 2001. Esas numerosas contribuciones son en gran parte de conocimiento público y de fácil acceso en la era de Google y de You Tube.
Aunque son muchos los que han desplazado los puntos de referencia en la comprensión de quienes buscan la verdad, la contribución de un universitario en particular se distingue entre todas por la notable combinación de su importancia, de su precisión y de su atención por los detalles. Creo que hablo en nombre de muchos colegas que coinciden en la opinión de que el profesor de teología David Ray Griffin se ha ganado ampliamente el título de decano de lo que se ha dado en llamar el «9/11 Truth mouvement» [8].
Desafío a cualquiera a leer aunque sea una mínima parte de la pequeña biblioteca de libros y artículos que ha escrito Griffin sin desarrollar el más completo desprecio por la versión oficial del complot. Teniendo en cuenta lo que Griffin y otros han publicado, no subsiste ya la menor credibilidad en la idea de que el ataque contra el Pentágono y la destrucción de tres edificios de estructura de acero en el complejo del World Trade Center fueron cosa de un puñado de sauditas armados de simples cuchillas para cortar papel, con un entrenamiento más superficial para pilotear un avión y un intenso fervor yihadista.
Recientemente se produjo el nacimiento de la rama más profesional de los escépticos del 11 de septiembre, gracias al esfuerzo del infatigable Richard Gage, fundador de la asociación «Architects and Engineers for 9/11 Truth», que cuenta con 600 miembros (arquitectos e ingenieros). Al reunir gran cantidad de estudios técnicos y difundir esa información, Gage demostró más allá de la duda razonable que los rascacielos de poderosas estructuras de acero no se derrumbaron por causa de los choques de los aviones de pasajeros, de los incendios con keroseno y de la gravedad, sino debido a demoliciones controladas. Los tres edificios se derrumbaron según sus parámetros [de las demoliciones controladas, NdT.], más o menos a la velocidad de la caída libre.
Fue también recientemente que estudié cuidadosamente la profunda y abundante erudición expuesta en el libro del canadiense Peter Dale Scott, The Road to 9/11: Wealth Empire and the Future of America [9].
Esa obra, valorada por sus pares, fue publicada por University of California Press, en Berkeley. Scout se basa en decenas de investigaciones sobre el funcionamiento interconectado de las compañías petroleras, los cárteles de la droga, las operaciones de contraespionaje, los bancos y la política, y su libro demuestra la existencia de una colaboración tan estrecha como larga entre Dick Cheney y Donald Rumsfeld, colaboración que culmina con sus extrañas apariciones y desapariciones en los días anteriores y posteriores al 11 de septiembre.
Al igual que los trabajos de Nafeez Mosaddeq Ahmed [10], el libro de Scott presenta muchos elementos probatorios que demuestran que el ogro de al-Qaeda estuvo implicado desde adentro en el funcionamiento de la seguridad nacional estadounidense, desde su incorporación a los muyahidines apadrinados por el dúo CIA-ISI. Comenzando como partícipes claves en las operaciones financieras del difunto Banco de Crédito y de Comercio Internacional (BCCI), fundado en Lahore, los personajes destinados a asumir sus papeles en el seno de Al-Qaeda contribuyeron al desarrollo del proceso de transformación del terrorismo en una empresa y en una oportunidad política para los numerosos comerciantes del miedo.
Yo recomiendo especialmente el capítulo 10 del libro de Scout, titulado «Al-Qaeda y las élites estadounidenses». Diferentes partes de ese capítulo incluyen expresiones como «Los agentes de Estados Unidos, las compañías petroleras y al-Qaeda», «Estados Unidos y al-Qaeda en Azerbaiyán». «Unocal, los talibanes y Ben Laden en Afganistán», «Al-Qaeda, el Ejército de Liberación de Kosovo y el oleoducto transbalcánico», «Al-Qaida y el complejo petrolero, militar y financiero».
Yo pudiera terminar con un alegato a favor de una investigación parlamentaria en Canadá sobre la veracidad de la interpretación del 11 de septiembre, que sigue poniendo en peligro la vida de nuestros soldados en Afganistán. Pudiera terminar subrayando el fracaso periodístico de la CBC (Canadian Broadcasting Corporation, la radio nacional de Canadá. NdT.) o de la propaganda a favor de las guerras de agresión que proliferó sobre todo en los medios comerciales.
Como se reveló en la investigación sobre la CIA posterior al Watergate, «agentes» reclutados en los grandes medios de prensa han sido utilizados desde hace mucho por organismos de la seguridad nacional (del Estado) para difundir campañas de desinformación cuyo verdadero objetivo es favorecer los negocios de gente como la familia Bush, una dinastía de personas que sacan provecho de la guerra. Pudiera ilustrar algunos de mis argumentos llamando la atención sobre los ridículos sitios de Can West Global, y sobre el del Nation Post. Sólo citaré el título de un artículo en el que se concedió mucho espacio en ese periódico a algunos blogueros anónimos para que atacaran mis trabajos.
Cuando titulan «Atacar a los teóricos complot del 11 de septiembre», ¿qué hacen los redactores de ese diario si no es defender el mito de la guerra contra el terrorismo escamoteando todo debate?
Son muy numerosas las maneras en que pudiera yo concluir este texto, pero prefiero hacerlo con algunas reflexiones sobre George Bush, el derecho internacional y el libro de Naomi Klein, que tan buena acogida ha tenido, intitulado La Estrategia del choque: ascenso del capitalismo del desastre [11].
A través del prisma de su interpretación keynesiana, Klein observa numerosos países en el transcurso de los últimos decenios. Para ello, Klein presenta, por ejemplo, el muy convincente argumento de que los modestos programas de redistribución que habían sido incorporados a las economías nacionales y a la economía mundial en general no han logrado sobrevivir a las incursiones del «capitalismo del desastre».
Nuestras relaciones materiales han estado sometidas a los choques repetidos de la hiperprivatización durante los periodos en que fuimos más vulnerables a los efectos desorientadores de traumas fabricados o naturalmente inducidos. Como señala la autora en su libro, los sucesos del 11 de septiembre constituyen el ejemplo tipo de su tesis central.
El choque de las imágenes del derrumbe de las torres gemelas creó el pretexto para la invasión de Irak y el odio del régimen de Bush para explotar lo que Klein denomina como el «mercado del terrorismo».
Irak tenía que ser un prototipo para demostrar que «la tarea del Estado no consiste solamente en dar seguridad, sino en comprarla al precio del mercado». Además, la violencia en Irak ayudó a estimular en América del Norte la cultura del miedo y del odio que fortaleció el ascenso de lo que Klein llama «la industria de la seguridad de la patria».
Como la mayoría de los autores que escriben sobre la guerra contra el terrorismo, Klein aborda con pinzas los atentados del 11 de septiembre para llegar indemne a un terreno profesional más seguro. Para ella, esa zona más segura consiste en documentar la manera como Bush, Cheney, Rumsfeld, Paul Bremen y los demás arquitectos e ingenieros de la privatización de la economía del terror explotaron el 11 de septiembre a favor de su propia agenda política. Pero al evitar casi por completo el tema de lo que realmente sucedió el día del Gran Choque, Klein se inclina ante el mantra de «los fracasos de la seguridad del 11 de septiembre». Klein conduce entonces a sus lectores a través de su muy original e importante análisis económico de Irak, el «Ground Zero» de la guerra contra el terrorismo.
Creo entender la decisión periodística de Naomi. La considero como un compromiso necesario, si quería conservar alguna esperanza de dar a conocer su útil trabajo a través de los medios de Canadá y Estados Unidos y de hacerlo llegar a los jóvenes militantes de todo el mundo. Pero creo que Klein está demasiado bien informada como para no desconfiar de la coartada del «fracaso de la seguridad» que presentó el régimen de Bush. Si estoy en lo cierto, ¿qué se puede decir sobre la gravedad del clima de paranoia si hasta la propia Naomi Klein se autocensura antes que asumir el riesgo de unirse a los marginados grupos de «teóricos del complot»? ¿La adhesión de Klein a los tabúes sobre el 11 de septiembre es acaso similar a la de Noam Chomsky y la de los productores de medios como ZMag, The Nation, et Democracy Now?
¿Tiene razón Barrie Zwicker cuando afirma que fuerzas maléficas trabajan para reeditar, en el contexto de la supuesta guerra contra el terrorismo, las técnicas de desinformación y guerra sicológica que caracterizaron la guerra fría?
La retórica del discurso de esperanza y cambio del presidente Obama no se impondrá ante los discursos de odio y los crímenes de guerra, que irán en aumento mientras la opinión pública siga apartando su mirada de la verdad sobre el hecho cuyo contenido fue deformado para justificar los crímenes internacionales que se siguen cometiendo en nombre de la guerra contra el terrorismo. Hasta tanto no se revele (se reconozca) ese fraude, la obscenidad se mantendrá probablemente y George Bush traspasará las fronteras internacionales para pronunciar discursos generosamente remunerados. Pero nosotros nos esforzaremos el 17 de marzo en hacer lo que podamos por convertir la visita del ex presidente estadounidense a Calgary en un test para saber si vivimos bajo la regla del derecho o bajo la regla de la desinformación, del amiguismo y del poderío militar.
| Profesor de estudios sobre la globalización en la universidad de Lethbridge (Canadá |
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